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La patria de los olvidados

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Dicen que no pertenecen, que son ajenos, extraños en todas partes, sombras que cruzan caminos sin nombre, que cargan con culpas que otros sembraron. Se dice tanto, y se dice tan mal, que no queda claro si lo que no pertenece es su existencia o la incapacidad del mundo para aceptarlos. Pero basta detenerse un momento, mirar sus pies, rotos por el camino, sus manos que no encuentran otra herramienta que su propia carne, basta escuchar su respiración entrecortada para entender que son más del mundo que los que lo gobiernan.

Es curioso, casi irónico, que el aire que respiran no cuestione su presencia, que el suelo no les pida permiso para ser pisado, y que el cielo, con su vastedad infinita, les cubra igual que a los dueños de la tierra. Porque ellos son los verdaderos habitantes, no los propietarios de escrituras firmadas en despachos, no los que levantan muros ni trazan líneas en mapas que nunca han tocado el polvo.

Dicen que no pertenecen, y tal vez tienen razón, pero no por las razones que creen. No pertenecen a las cadenas que les atan, no pertenecen al olvido que se empeña en enterrarlos, no pertenecen a los nombres que les imponen. Pertenecen a lo que es eterno: al polvo que caminan, al agua que ofrecen sin preguntar, al cielo que se abre sobre sus cabezas, aunque no les pertenezca, aunque no les corresponda.

Y mientras ellos caminan, los otros, los que acumulan y mandan, los que dictan leyes que nunca tocan con sus manos, escriben en papeles que se deshacen con el viento. Los otros les llaman carga, amenaza, problema, sin darse cuenta de que el verdadero problema es el olvido, ese acto de mirar a otro lado mientras las manos de quienes llaman extranjeros levantan lo que otros han dejado caer.

Porque ellos no desaparecen, aunque se les olvide. Ellos avanzan, incluso con las espaldas rotas, con las risas que nacen cuando ya no queda espacio para las lágrimas, con los sueños que siguen soñando a pesar de que el suelo se los niegue. Y mientras avanzan, construyen, no con ladrillos sino con fuerza, no con permisos sino con vida, y lo que levantan no es un lugar, es un mundo, ese que los otros no saben que les pertenece.

No es extraño que sus pasos incomoden, que su resistencia provoque miedo. ¿Cómo no habría de temerles un sistema que se alimenta de la indiferencia, cuando ellos despiertan en quienes les miran algo tan peligroso como la empatía? Porque quien les da agua encuentra humanidad, quien les mira sin desprecio encuentra bondad, y esa es una fuerza que no puede ser contenida.

Ellos son los verdaderos dueños de este mundo. No los que lo acumulan, sino los que lo habitan. No los que trazan sus fronteras, sino los que las cruzan, no para dividir sino para sobrevivir. Y mientras el aire siga siendo libre, mientras las estrellas no tengan dueños, mientras el viento sople sin obedecer, ellos seguirán caminando, avanzando, construyendo un futuro que tal vez no habiten, pero que, sin duda, será suyo.

A todos los migrantes.