Valores perdurables
En el curso de la campaña electoral de 1983, Margaret Thatcher afirmaba en una entrevista, su personal aquiescencia respecto a los valores victorianos –entre ellos, el resguardo y respeto a la institución familiar, el acatamiento a un riguroso código de conducta social, la intolerancia para con toda práctica delictiva y una decidida contención al desenfreno sexual–. La era victoriana revalorizó el comportamiento individual en todos los ámbitos, con énfasis añadido en la moral pública, dando lugar a un decisivo impulso a la reforma social. La señora Thatcher dirá sin ambages: “…esos fueron los valores que nos engrandecieron como nación”. Se ha señalado, sin embargo, que los valores Victorianos se enfrentaron a las nuevas tendencias de aquellos tiempos, las que eran permisivas de una vida licenciosa para las mujeres, también las que auspiciaban el trabajo infantil o eran tolerantes con respecto a la explotación de los menos favorecidos –los excesos de la industria, el comercio y los servicios–.
Muchos reaccionaron negativamente a través de la prensa, en la academia, en la universidad y la política, ante aquello que juzgaron como un retroceso para la sociedad británica. En otra entrevista, la «dama de hierro» se mostrará agradecida con su abuela victoriana, por haberle inculcado esos valores. “…Se nos educó para trabajar con mucho empeño, para ponernos a prueba, para ser autosuficientes, para vivir dentro de nuestras posibilidades. Se enseñó que la limpieza es lo más cercano a la santidad. Se instruyó el respeto por uno mismo. Se nos exhortó a darle siempre una mano al vecino. Se inculcó un formidable orgullo por el país. Todos estos son valores Victorianos. También son valores perennes…” –concluía con su característica firmeza–.
En Estados Unidos, los valores republicanos se han sostenido desde que las trece colonias decidieron independizarse en 1776. Hoy más que nunca siguen vigentes esos valores esenciales que promueven el bien común, la libertad y la igualdad ante la ley, la virtud ciudadana, el Estado de Derecho –the rule of law–, la libre expresión y la estabilidad que deriva del principio de alternabilidad como pilar de la democracia representativa. Este principio no solo evita que los gobernantes norteamericanos se eternicen en el ejercicio de la función pública, sino que garantiza la pluralidad como expresión social y política –limita igualmente el personalismo, aunque se tienda a encasillar el ejercicio presidencial aludiendo a la era Roosevelt, la Kennedy, la Reagan o la G.W. Bush–.
El Partido Republicano accede nuevamente a la presidencia de Estados Unidos y al mismo tiempo domina ambas Cámaras del Congreso Norteamericano –esto último cuando menos por los próximos dos años–. Han prevalecido una tesis, una tendencia y unos valores: los republicanos son acentuadamente conservadores –de allí el conservadurismo fiscal que propone impuestos más bajos–, el derecho constitucional a poseer armas de fuego, el tradicionalismo gubernamental, el capitalismo de libre mercado, la desregulación de la actividad económica, entre otras cuestiones. En este orden de ideas, resulta obvio el anticolectivismo de los republicanos, su irreductible distancia del pensamiento comunista en todas sus expresiones, su afán de limitar las funciones del gobierno central para proteger al ciudadano –ello les viene desde el mismo espíritu de los padres fundadores de la gran nación norteamericana–.
Pero el hecho de que los seguidores de la señora Thatcher en Inglaterra, o los republicanos en Estados Unidos tengan sus propias ideas y las hagan valer cuando reciben el beneplácito de los electores –el mutuo reconocimiento y ante todo el magnánimo respeto entre vencedores y vencidos, son signos de madurez política, civilidad y desarrollo ciudadano en ambas naciones–, no restringe en modo alguno el despliegue de un pensamiento alternativo que igual tendrá –en una futura elección– su nueva oportunidad de formar gobierno y en su caso, también de controlar el parlamento. Esa es la pertinencia e inmenso valor de la alternabilidad democrática. Cada gobierno, tendrá derecho a expresarse de acuerdo con sus propias convicciones y conforme al mandato recibido de sus constituyentes. Porque, en definitiva, es el pueblo soberano el que decide en las urnas de votación, cómo debe encauzarse la acción de gobierno.
Volvamos sobre el tema de los valores. Las etiquetas sin duda los distinguen y siempre habrá una corriente que pretenda acapararlos, pero igual en sus contenidos se expresan normas y principios perennes, incluso universales que guían la forma de ser, de pensar y de actuar –individual y colectivamente– dentro de las sociedades civilizadas. Si descontextualizamos del debate político lo dicho por la señora Thatcher, no hay duda de que los valores victorianos –con su necesaria adecuación a los nuevos tiempos–trascienden las épocas pretéritas, presentes e incluso futuras. ¿Quién puede contestar la moral victoriana que valora y enaltece la historia esencial y el patrimonio cultural del pueblo británico? Lo mismo pudiéramos decir de la moral familiar, tan maltratada por esas nuevas tendencias que auspician el libertinaje y el olvido de la identidad nacional.
En Estados Unidos, las dos visiones de la política –demócratas y republicanos–, no hay duda de que se contraponen en una serie de aspectos relevantes de la vida cotidiana, pero igual ambas coinciden y se complementan al momento de sostener los valores democráticos y republicanos que las identifican –las posturas bipartidistas no son infrecuentes en la política norteamericana–. Una contundente señal de civilidad llamada a servir de buen ejemplo a otras sociedades dislocadas que han caído en el abismo de la confrontación excluyente de todo pensamiento alternativo, al igual que derruidas en el caos y en la podre de la corrupción.
No olvidemos que los valores –sea cual fuere la etiqueta que ocasionalmente los determine– se aprenden primeramente en el hogar doméstico, están llamados a afianzarse en la educación formal y se consolidan en el buen ejemplo de quienes ejercen la función pública y el liderazgo social. De allí la fuerza perdurable de los valores.
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