La presidenta en su laberinto, por Santiago Bedoya Pardo
(*) De Santiago Bedoya Pardo, politólogo por la Universidad de Oxford
Esta semana, como es de conocimiento de todos los peruanos, se celebra la reunión del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, o APEC, en nuestro país. Es la tercera ocasión en la que somos anfitriones de tal reunión, habiendo desempeñado dicho rol por primera vez en 2008, y luego otra vez en 2016. Sin embargo, como también es de conocimiento de todos los peruanos, las condiciones en las que se llevará a cabo dicha reunión este año son muy distintas a las de hace 8 años, y ni qué decir a las de hace 16.
En el caso de 2016, Pedro Pablo Kuczynski llevaba menos de 4 meses en la presidencia y gozaba todavía con una aprobación del 51% de acuerdo a Ipsos. Para Alan García, presidente anfitrión en 2008, hacia noviembre de aquel año la situación ante la opinión pública todavía le favorecía, contando con una aprobación del 58%, igualmente según Ipsos. Por otro lado, la situación de Dina Boluarte no podría ser más contrastante, pues a octubre del presente año contaba con una aprobación de solamente el 4%, mientras que un 92% de la población desaprueba de su gestión, números también reportados por Ipsos.
Enfrentando una situación de tal precariedad, no es sorprendente que en estos días sean miles de peruanos a lo largo y ancho del país los que buscan organizarse para manifestar contra un gobierno que no solo es impopular, sino también visto como cómplice, por omisión, de una crisis de seguridad ciudadana que nos ha llevado a tener que aceptar 4 homicidios diarios en la capital como una especie de realidad normal y cotidiana. Una crisis que ha afectado de forma desproporcionada a los pequeños y medianos empresarios del país.
Sin embargo, pese a todo esto, Boluarte y sus allegados parecen encontrarse firmemente en el poder, sin señal alguna de que una coalición congresal formada por representantes de todos los cuadrantes del espectro político, una coalición protagonizada por el partido del gobernador regional de La Libertad, César Acuña, cuyo rol como bancada oficialista es todo menos oficial, y por el fujimorismo, que pese a no jugar con la camiseta del gobierno, no ha usado su influencia parlamentaria para hacerle una verdadera oposición a Boluarte. Inclusive los restos de la bancada de Perú Libre, partido que expulsó a la presidenta y la declaró traidora a su compañero de fórmula presidencial, no parecen querer hacer más que mandarse con gestos discursivos contra el gobierno.
¿Dónde nos deja esta situación? A primera vista, estaríamos en lo que, en inglés, es conocido como un deadlock, es decir, un nudo gordiano sin solución aparente. El Legislativo, pese a los réditos políticos de hacerle oposición a Boluarte y que representó una oportunidad dorada para ganar respaldo popular y que fue desaprovechada una y otra vez, no parece tener deseo alguno de agilizar el colapso del gobierno en el futuro cercano. La sociedad civil, pese a sus intentos de organizarse, se encuentra a la merced de poderes políticos cuya mejor respuesta a su decisión de manifestarse pacíficamente, derecho protegido por la Constitución Política de 1993, es hacerle notar a los medios que cualquier acción llevada a cabo por las fuerzas del orden será tratada por el fuero militar, y no por juzgados civiles. En esencia, dándole un cheque en blanco a dichas fuerzas del orden para hacer uso de la violencia contra dicha sociedad civil.
Esta decisión, tomada por el Ejecutivo en su intento de presentar una distorsión de la realidad a los invitados de la APEC 2024, podría sembrar las semillas para la salida de Boluarte, salida que el Parlamento se niega a agilizar y que la sociedad civil, por sí misma, parece incapaz de forzar. ¿A qué me refiero? El gobierno, por su propio puño y letra, está creando las condiciones para una crisis que, hasta el día de hoy, pese a la muerte de más de 60 personas a finales de 2022 y principios de 2023, no ha tenido que enfrentar. Para entender esto, tenemos que tomar en cuenta una serie de supuestos.
En primer lugar, en los días por venir, el Perú, en general, y Lima, en particular, estarán en el ojo de la prensa internacional. Como anfitriones de APEC, tendremos a los líderes de las economías más grandes del mundo dándose vueltas protocolares por la capital: Joe Biden, Xi Jinping, Justin Trudeau, entre otros. En segundo lugar, bien se sabe que estos días serán caracterizados por marchas y manifestaciones que buscan hacerle saber al gobierno que la sociedad está, de forma simple, harta de su total falta de acción ante una crisis que promete dejarnos en una posición no disímil a la de El Salvador antes de la aparición de Nayib Bukele. En tercer lugar, como ya se mencionó, el gobierno le ha dado luz verde a las fuerzas del orden para hacer uso de su fuerza como mejor les parezca. Solamente se requiere un exabrupto, una jalada de gatillo ansiosa, y lo que meramente promete ser una situación un tanto vergonzosa para el gobierno, donde la mayor problemática serían manifestaciones incómodas para la presidenta, amenaza con pasa a ser una tragedia humana. Una tragedia la cual sumaría más muertos a la ya condenable cuenta en vidas humanas del gobierno.
¿Y entonces, qué pasa? ¿Qué hemos de esperar de nuestro sistema político si el gobierno llegase a matar manifestantes en plena APEC? Asumiendo coherencia por parte del Legislativo, que ha declarado mil y una veces que la reunión del foro supone una oportunidad para poner al país en vitrina, ¿no sería coherente ponerle fin a la presidencia de Boluarte de darse tal tragedia? Es desafortunado que hayamos tenido que llegar a este escenario, para comenzar. El gobierno ya tiene poco más de 60 muertos encima, y ni qué decir del sinfín de escándalos, negligencias y demostraciones de ineptitud que demuestra día a día. Que el posible despertar de los únicos con la capacidad de ponerle fin al show conocido como el gobierno de Dina Boluarte dependa de la muerte de inocentes, tras todo lo sucedido, nos pinta de cuerpo entero.
Inclusive a sabiendas de esto, siendo conscientes de la aparente indolencia de un sistema político que parece ser incapaz de inmutarse ante las clarísimas perversiones del contrato social en su entendimiento más básico, es vital no perder de vista la posibilidad de un recambio en la composición de nuestra clase política. La solución, a largo plazo, no será alejarse, abdicando en la tarea de construir país ante el vacío moral insondable que parece caracterizar nuestra política, sino hacernos una pregunta clave, recordando a Hamlet: ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, o tomar las armas contra este torrente de calamidades, y darles fin con atrevida resistencia?