Sara Lozano: Creíamos en la democracia
Todavía no se define la presidencia de Estados Unidos, pero las tendencias empiezan a notarse en favor de la campaña reactiva que opta por el debilitamiento de las instituciones. El mismo día, por la mañana, el pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación no logró los votos suficientes para declarar la inconstitucional la reforma que erosiona a las instituciones judiciales del país.
En el siglo XX se creía en la democracia, antes no, generaba espanto el caos que se provocaría bajo el mando de las mayorías la tiranía de las masas (John Stuart Mill). Por más vocación humanista, la filosofía política del siglo XIX se refería a instituciones fuertes, límites al poder absoluto del linaje real y/o de la clase educada.
Sí, educación, igualdad de oportunidades, salud para todos, desde la buena voluntad sometido a las (in)capacidades del gobernante en turno. Igualdad incluso para las mujeres que entonces ni derecho al voto tenían.
Pero llegó el siglo XX y el horror se incrustó en el ánimo de esta generación al ver cómo se caían las monarquías bajo la voluntad de los pueblos y la fuerza inconmensurable del hambre y las injusticias. La democracia regresaba siglos después como promesa de progreso y justicia social.
La caída de regímenes autoritarios y el surgimiento de gobiernos elegidos por la voluntad popular trajeron consigo un halo de esperanza para millones de personas, que veían en el voto un arma para transformar su realidad.
La democracia sobrevivió a pesar de Hitler, Mussolini, Stalin y desde la incipiente ONU se impuso como régimen en la Declaración de las Naciones Unidas, después desde la OTAN y el despliegue de organismos internacionales para velar por la paz y estabilidad.
Fue una solución por décadas, si no hubiera sido por el intervencionismo sistemático del primer mundo, tal vez seguiría floreciendo en el resto del mundo. Sí, democrática América Latina, África y amplias regiones asiáticas; apoyando candidaturas endebles supeditadas a los capitales primermundistas.
En México, el fervor democrático llegó de manera tardía, pero poderosa. La transición a la democracia en el año 2000, después de décadas de hegemonía priista, fue un momento que muchos consideraron histórico.
Sin embargo, con el paso de los años, la clase política no cambió y fue abriendo boquetes en la confianza y cultivando la desesperanza en quienes soñaban con oportunidades, posibilidades de mejorar la vida sin transar ni delinquir.
Y así en casi todo el mundo. Las masas se sienten más representadas por el carisma trasgresor, por las decisiones disruptivas, por la figura del líder único con decisiones simplistas. Diríase caóticas, desordenadas, irresponsables, mal intencionadas, miopes.
A los demócratas del siglo XX les (nos) habita el mismo horror que a los monarquistas del siglo XIX. Parece terrible esta irrupción de ideas desestabilizadoras, los cambios desorganizados fuera de todo orden.
La diferencia es que en siglo XXI la revuelta social se está dando en las urnas, las muertes se encuentran en la desigualdad económica y social, la pobreza educativa, el escuálido sistema de salud, la falta de oportunidades, la corrupción, la guanga ética pública.
En los feminicidios, las fosas clandestinas, las vendettas del crimen organizado, el tráfico de personas, la esclavitud soslayada.