NOVIEMBRE de todos los años (I)
¡Menudo invento!, dijo para sí con cierta sorna Julián.
Estaba un poco harto de que cada noviembre le vinieran con el mismo rollazo de ir al cementerio. Además, siempre que le pillaba en puente pretendían jorobárselo para desplazarse al pueblo y echar allí, como poco, el día.
Sinceramente, los muertos y su situación no era algo que le preocupase. Lo que hubiesen hecho, o no, había sido cosa suya, y ni él ni nadie podían ahora hacer nada al respecto. Estaban muertos. Fin de la historia. El prefería ocuparse en cosas de los vivos.
Aún resonaban en su memoria las burlas de sus colegas la primera vez que tuvo que explicarles que no podía participar en la movida que habían organizado para el fin de semana, precisamente por tener que marcharse a su aldea a visitar el cementerio e ir a Misa.
“¡Cosas de curas para asustar a las viejas y a los paletos!”, le había dicho irritada Eva, a quien le fastidiaba verlo tan retrasado mental.
“¡Y para sacarles unas perras, jajaja!”, había rematado Juanjo, arrancando las carcajadas de los demás.
........…
Pero, en esta ocasión fue diferente.
Tan sólo tres meses habían transcurrido desde la última vez que puso pie en un camposanto. Era agosto. Pleno verano. No se sentía capaz de apartarlo de su cabeza. En el fondo estaba convencido de que nunca lo lograría. Había ido a enterrar a su madre.
Se sorprendió, ensimismado, repasando imágenes de su madre y de su padre allí, en el cementerio, pero de vivos. Recordaba perfectamente los rasgos de su cara: serios, tristes, pero con paz. Daban la sensación de quedar satisfechos y descansados tras cumplir con una tarea que entendían que debían hacer. A veces parecía que estuviesen como ausentes. Esto último le torturaba de alguna manera. Quería creer que se debía a que estaban evocando a los antepasados difuntos, quizás intentando recordar su rostro, las vivencias compartidas, o las anécdotas más entrañables y los mejores momentos, esos que jamás se borran y siempre se quedan. Pero, por más que quería aferrarse a esta explicación, una y otra vez le asaltaban pensamientos de remordimiento: los que traían recuerdos de los disgustos que el mismo les había provocado, las ilusiones truncadas, los temores generados,… Y, entre ellos, el que más daño le producía: que aquellos semblantes rasgados de pena disimulasen otra preocupación más íntima, oculta en los pliegues del alma, donde se dialoga con la angustia y la duda: ¿y mañana, cuando ya no estemos, quién se ocupará?; ¿quién vendrá a depositar en nuestra tumba una flor, y a rezar una oración?...