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Las denuncias que hace Labastida en su autobiografía

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Siempre será útil que quienes han desempeñado cargos públicos de relevancia escriban y publiquen sus memorias. Como es natural, no lo harán con entera objetividad, porque habiendo sido no sólo testigos sino actores de los hechos de que dan cuenta, sin proponérselo, los vencerá la subjetividad. Aun así, vale la pena que den su versión de los hechos de los que fueron, directa o indirectamente, protagonistas.

En días pasados apareció en librerías la “autobiografía política” (así la llama) de Francisco Labastida Ochoa, político de larga trayectoria quien en el año 2000 fue candidato priista a la Presidencia de la República. Con el título de “La duda sistemática”, en 283 páginas ofrece su testimonio de “45 años como servidor público”.

Imposible dar cuenta aquí de todo lo que narra a sus lectores el autor. Pero resulta de interés mencionar su punto de vista en torno a dos episodios, ambos relacionados con el expresidente Ernesto Zedillo.

El primero está referido al homicidio, en marzo de 1994, de quien era a la sazón el candidato presidencial del PRI. De manera lacónica, Labastida se limita a exponer que “a Zedillo le tocó vivir el asesinato de Luis Donaldo (Colosio) y quedó muy dolido, con toda razón. Además, creía que políticos del mismo PRI estaban involucrados en el homicidio” (pág. 202). Y no dice más.

El otro episodio alude a su propia candidatura presidencial. De acuerdo a su narrativa, Labastida da a entender, aunque sin afirmarlo de manera categórica sino en forma sesgada, que Zedillo fue el responsable de su derrota.

De acuerdo a su relación de hechos, Labastida, entonces secretario de Gobernación, y el presidente nacional del PRI, José Antonio González Fernández, se entrevistaron en varias ocasiones con el presidente Zedillo para tratar lo relativo a la sucesión presidencial del año 2000. Menciona que éste les insistió en hacer competir de manera abierta a los distintos aspirantes a la candidatura presidencial del PRI (que fueron cuatro: Manuel Barttlet, Roberto Madrazo, Humberto Roque Villanueva y el propio Labastida), lo cual implicó la instalación de 68 mil casillas y la contratación y capacitación de 200 mil personas; así como desarrollar simultáneamente una amplia campaña publicitaria “para promover lo que (Zedillo) llamó el ‘Nuevo PRI’”.

Afirma Labastida que él y el presidente nacional priista abiertamente se opusieron, pero que Zedillo —como era natural— terminó por imponerse. Fue tan descomunal el gasto que tanto el proceso interno priista como la dicha campaña publicitaria exigieron, que el PRI quedó con finanzas tan exhaustas que terminó por perder la elección presidencial.

En torno al punto, Labastida escribe: “Varios de mi equipo decían que era obvio que el presidente quería que perdiéramos y por tanto debíamos pelearnos públicamente con él” (pág. 211). Dice que “otro obstáculo con el que nos encontramos dentro de la campaña fue una especie de ‘boicot amigo’ por parte de algunos gobernadores, al parecer instigados por el máximo poder”, es decir, por Zedillo (pág. 213).

Francisco Labastida se pregunta cuál pudo haber sido la motivación de Zedillo para conducirse como lo hizo, y discurre de la siguiente manera: “La razón principal —dice— podría ser esta: cuando el gobierno de Estados Unidos le hizo a México el préstamo de 40 mil millones de dólares para afrontar la crisis desatada por el ‘error de diciembre’ —negociación que el presidente Zedillo gestionó personalmente—, se le demandó el compromiso de propiciar la transición democrática y que, para ello, el PRI dejara de gobernar (la ciudadanía así lo requería) y él entregara la Presidencia a la oposición” (pág. 217).

El día siguiente a las elecciones, Zedillo invitó a comer a Labastida. Comenta éste que “fue una comida tensa… (luego) me propuso una cena de los dos matrimonios, el suyo y el mío; no acepté, argumentándole que, antes, él y yo deberíamos aclarar varios puntos. Fue la última vez que lo vi” (pág. 218).

A pesar de la falta de recursos de que se queja Labastida para financiar su campaña, no deja de llamar la atención que sólo dedica un párrafo a hacer referencia al escándalo del Pemexgate, de 500 millones de pesos. “Se dijo —escribe Labastida— que ese dinero fue desviado a las cuentas particulares de dos personas del sindicato: el líder del sindicato y su responsable de las finanzas. Nosotros no les pedimos apoyo y el que suministraron fue sin conocimiento nuestro. Tampoco creo que ninguna cantidad la haya autorizado Zedillo” (pag. 219).