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Operación Orfidal

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Los sondeos constantes, más o menos performativos, anuncian el fin de la izquierda en el gobierno. Un solo partido no tendrá los votos suficientes para gobernar y no se ha inventado nada, ni daría tiempo, para solucionarlo

Hay un cierto regusto en los mentideros de la corte. Tras la última puntilla clavada a hierro en los tablones del féretro de Sumar, se acaricia la soñada vuelta al bipartidismo. Siempre será imperfecto, siempre necesitará algo de ortopedia vasca o catalana, pero eso ya estaba previsto. El bipartidismo es el combustible de la Transición, que nació para ser perpetua y que las izquierdas nuevas, hoy desperdiciadas, amenazaban cuando surgieron hace apenas una década. Un bipartidismo que si se reinaugura acabará en turnismo y, entonces, en inmovilismo; la zona de confort del quietismo previsto y programado por los transicionarios.

Lo último ocurrido parece ser uno de los actos finales del fulanismo. Pero no sé, ha caído uno de los grandes fulanos, pero queda sobre todo una cierta cultura de falsa izquierda de fulanos y fulanas (entiéndase esto último solo en su acepción política). Querer dormir siempre es un buen propósito para una buena higiene, dicen que la salud y el organismo se regeneran, ahora, sin embargo, a pesar de los torpes movimientos en la oscuridad, nadie puede dormir en la izquierda, es más, mejor que no duerman. Los sondeos constantes, más o menos performativos, anuncian el fin de la izquierda en el gobierno.

Un solo partido no tendrá los votos suficientes para gobernar y no se ha inventado nada, ni daría tiempo, para solucionarlo. La izquierda molestona tenía como condición de existir reducirse o incluso casi desaparecer y así ha sido –ha tenido aliados dentro–, pero la izquierda resultante, cuqui y sumisa, ha demostrado ser inviable. La rueda de prensa del sábado pasado tenía unos aires de funeral que contrastaba fuertemente con aquellos tiempos dicharareros de abrazos, carreritas infantiles y biquiños.

Suenan, otra vez, gritos de unidad. Gritos de disolventes, de escindidos y vueltos a unir en mil proyectos y siglas, acuciados ahora por la urgencia de sus propios errores

Los más optimistas, que los hay, piensan que todo el desbarajuste de la izquierda incómoda acabará en el PSOE, fortalecido como única opción ante el miedo ciudadano a la regresión, pero me permito disentir. Hay una izquierda suelta –así estaba antes del 15-M– que no votará nunca al PSOE; otros creen que se puede reestructurar todo en torno a Podemos. Yo no digo que no recojan a mucho descarriado y desengañado, pero nunca segundas partes fueron buenas, me temo. Aunque lo pequeño puede ser útil.  

Por otra parte, suenan, otra vez, gritos de unidad. Gritos de disolventes, de escindidos y vueltos a unir en mil proyectos y siglas, en decenas de conspiraciones, acuciados ahora por la urgencia de sus propios errores convertidos ya en una conducta repetida. Es muy difícil, volvemos al mosaico, al badulaque de siglas egoístas en cápsulas personales.

Los garantes y promotores de la Transición están felices, han sabido actuar, fácil y barato, solo han soltado moqueta, plató, glamur croquetero y algún polvorón, y el fulanismo ha entrado hasta el corvejón. Los botellines y las magdalenas sucumbieron ante aficiones mayores, mostrando vicios adquiridos o aflorando quizá los ocultos, ahora aflojados por la ostentación de poder y dominio. Con índices ya peligrosos de abstención, con agentes ilegítimos actuando a calzón bajado contra la democracia, nos enfrentamos a una democracia reducida a unos pocos. Los transicionarios dormirán mejor, pero si tenemos que elegir tendría que ser entre una democracia de unos pocos u otra en donde quepamos todos. No es cosa de dos. Para ello, la izquierda necesita un pelado, y hasta un profundo y reparador sueño.