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Pedro Chillida: «Eduardo Chillida era un santo: llegó a la fe a través de la inteligencia»

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Los Chillida llevan en la sangre su empeño por descubrir el arte que hay detrás de materiales nobles como el acero, la piedra o la madera. Con la misma pasión se sientan se entregan a un partido de la Real Sociedad. El propio Eduardo Chillida llegó a ser portero del equipo y su padre, presidente del equipo donostiarra. Pedro, el séptimo de sus nueve hijos, no se queda atrás en lo que afición se refiere. Como tampoco renuncia a un arranque creativo que le ha llevado a ser un pintor y escultor reconocido internacionalmente. Ayer compartió mesa de debate con el pintor Antonio López, en el marco de EncuentroMadrid, el foro de reflexión que hace más de una década creó el movimiento Comunión y Liberación como espacio de diálogo entre la fe y la cultura. Juntos, se acercaron a la figura del artista vasco universal bajo esta premisa: «Chillida, esa locura y explicable locura: una mirada profunda sobre la realidad».

De un padre ‘loco’, ¿un hijo más ‘loco’ todavía?

Lo más gráfico que te puedo decir es que a mí esa locura por el arte de mi padre me convenció tanto que decidí dedicarme a lo mismo. Con el tiempo, me di cuenta de que toda la gente que me gustaba era más o menos como mi padre: Antonio López, Lucio Muñoz… De niño, le acompañaba a Saint-Paul de Vence, donde está la sede de la Fundación Maeght, reconocida por velar por el arte moderno y contemporáneo, y allí estábamos con gente como Marc Chagall, Joan Miró… Todos, todos, todos, tenían algo muy particular. Ahí surgió el deseo: «¡A mí me gustaría ser uno de estos!». Y decidí apostar por ello.

No le ha ido nada mal…

No, me ha ido muy bien en general, tras bastante tiempo y muchas exposiciones. Desde un primer momento, comprendí que lo único que me gustaba era estar en el estudio, que no me interesaba todo lo que se mueve en el mundillo alrededor.

¿Eso es porque cree que el arte está al dictado del mercado?

No tanto como eso. Más bien, algunos tratan de manipular el mercado. Es decir, ciertas galerías importantes, conchabadas con críticos, hacen que el campo de juego se ensucie; no es limpio. Lo único que vale de verdad es lo que pasa entre quien crea y el espectador, quien se pone frente a la obra. Desgraciadamente, esto tiende a desvanecerse.

¿Su padre logró escapar de esos condicionantes del negocio?

Lo intentó, pero hasta cierto punto. Me acuerdo de que una vez me dijo: «Llevo 76 entrevistas y cada una me hace perder todo, o una mañana o una tarde». No es que no le gustara ni comunicar ni los periodistas, es que él era un trabajador nato. Siempre decía que no quería ser famoso: «Solo quiero estar en mi estudio y andar con mis tonterías». Esa es la verdad: todo lo que pasa de bueno y de verdadero ocurre en el estudio.

En un mundo tan fugaz, en el que los chavales cambian cada quince segundos de vídeo en TikTok. ¿Dónde queda la contemplación?

¡Ojalá solo fuera TikTok! Lo malo es que todo ese acceso permanente a todo, sin freno, sin tasa y sin medida en el caso del arte, ya es exagerado. Todo el mundo quiere hacer lo que está triunfando en Nueva York el último día, a base de hacer lo que ven por ahí, en vez de ser uno mismo.

Sin contemplación, ¿el arte se desvanece como tal?

Yo soy una especie de griego trasnochado. En la forma, lo que hago yo y lo que hacía mi padre no se parece en nada. Si se hubiera parecido en algo, no me habría dedicado a esto. Pero sí tenemos algo en común: la herencia que he recibido. Lo que cuenta es que lo que hagas sea verdad y te emocione, porque el único medio que tienes para llegar a los demás eres tú mismo. Es decir, si te emocionas haciendo algo, esa emoción se queda prendida en lo que haces: en una escultura, en un cuadro, en lo que sea. Esa verdad es lo que el otro puede detectar. Es tan simple como eso y tan emocionante como eso. Es un misterio cómo se puede transmitir esa verdad; que tú te vayas a Altamira y estés notando lo que sentía el hombre que estaba más cerca del mono que de la persona, con una diferencia de miles de años. Es una transmisión muy misteriosa de cosas muy íntimas. El arte es que veas un Tintoretto, uno de esos cuerpos tirados por el suelo y que, de alguna manera, estés pintando con él. Es tremendo que surja esa transmisión a través del tiempo. A mí me sigue impresionando.

Eso es lo que sigue logrando la obra de su padre…

Como comprenderás, no soy muy neutral. Conociendo además cómo lo hacía, sabes que en él todo era verdad, porque al final la luz que brilla en el arte es la verdad de la persona. En esa prueba, él era imbatible; era un insobornable. ¡Era un santo! ¡Es jodido ser hijo de un santo!

Gaudí está cerca de ser canonizado. No sé si deberían iniciar el proceso con su padre…

Yo siempre digo que, cuando me muera, quiero estar al lado de mi padre y de Joaquín, que era el jardinero de Zabalaga, es decir, de Chillida Leku, y de mi amigo Alfonso. Si me hacen caso y me ponen a su lado, eso significa que estaré en un buen lugar seguro.

Su padre era un hombre de fe…

Enormemente. Llegaba a la fe a través de la inteligencia. No es que se enredara en las pruebas físicas de la existencia de Dios. Para él, de una manera u otra, tenía que actuar la fe, porque estaba convencido de que el mundo, si no, no funciona. El orden de las cosas te lleva a pensar que hay algo que está más allá de nosotros. Y él, además, comprendía que la razón también tiene sus límites y no siempre acierta. Mi padre, además de creyente, era una buena persona. Era buena gente hasta conduciendo en la carretera.

¿Se puede hacer arte sin espiritualidad?

Yo creo que no. Sin sinceridad no hay arte. Lo más decisivo para que el arte funcione es que sea verdad. La verdad es bella.

¿Se cansa de ver el Peine del Viento?

Nunca. Es diferente todos los días. Tiene la virtud de que, al ser tres esculturas, todo lo que está en torno a ellas también es escultura: el mar, la tierra, el cielo, la gente… Cambia en cada momento, en cada hora del día, en cada día del año.

¿Funciona como terapia?

Por supuesto, es una parte que nos corresponde a los artistas. Es como leer un buen libro: siempre aporta y siempre sana.