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Un par de bofetones

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Lo de Errejón no ha sido nada comparado con Pablo Neruda. Buceando en las memorias del premio Nobel chileno, «Confieso que he vivido», me quedé de piedra leyendo que violó –sí, violó– a una joven. Él mismo detalla que los parias son encargados de recoger los orinales en Ceilán, donde estaba destacado como diplomático, y cómo vio a una mujer en el ejercicio de sus humildes tareas, la acorraló y sometió y se quedó tan ancho. Escribe: «Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con los ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia».

Me impresionó la imperturbabilidad del autor. Polanski tampoco tenía mayores problemas en sus relaciones con menores. La Historia nos revela a menudo casos de mentores morales que hicieron lo que condenaban: Jean-Jacques Rousseau, autor del más célebre tratado sobre educación, el «Emilio», abandonó a sus numerosos hijos en la inclusa, y Jean Paul Sartre, ese adalid de las libertades, hacía que Simone de Beauvoir –esa feminista– le metiese jovencitas en la cama.

Que Errejón se baje los pantalones y acorrale a una mujer con la lengua y las manazas no tendría más desgraciada novedad que la de haber militado en las filas del puritanismo. Sería un caso de brutalidad más en este mundo amargo si no hubiese afeado la conducta ajena. La izquierda tiene eso de la superioridad moral, que acaba pasándole factura.

Se me ha ocurrido sacar el «Programa del Cambio» de Podemos para las elecciones de 2015 (soy prudente guardando cosas) y te tiras de risa con el capítulo relativo a la Igualdad (página 53): «Plan de fomento de masculinidades no violentas a partir de procesos comunicativos y educativos dirigidos a impulsar un cambio de cultura general». Ya en tiempos de mis abuelos, lo de bajarse la bragueta para presentarse a una señora estaba muy mal visto. Esto del cambio cultural va mal, va muy mal.

Por lo demás, y vistos los antecedentes, Íñigo Errejón hubiese hecho bien diciendo simplemente: «Soy un guarro, me ha podido el bajo instinto, lamento lo hecho y me voy». Lo digo porque su carta de dimisión es un ejercicio tan abstruso que no consigo penetrarlo. He pedido ayuda al psiquiatra José Miguel Gaona, a ver si conseguía entender lo de «la representación pública genera una cotidianidad, una subjetividad, un tipo de vínculos con el ámbito público, con la fama y con los demás que pasan factura», pero también él ha tirado la toalla. El texto es cursi, ampuloso, con pretensiones intelectuales inanes e indescifrable. Es una pedorreta logorreica.

Creo que viene a decir que él no tiene la culpa de sacarse el miembro viril. Que le ha pasado por culpa de la sociedad neoliberal, el exceso de trabajo y la cultura patriarcal, que le han hecho caer en la contradicción personal. O sea, que la culpa la tenemos nosotros. Y que por eso va al psiquiatra, en «un proceso de acompañamiento psicológico».

No me apetece hacer carne picada de Errejón. No creo que sea peor que muchos de nosotros y ahora es fácil hacer leña del árbol caído. Incluso podría argumentar –desde mi metro setenta y dos– que quitarse de encima a un tipo tan endeble y asténico no debe ser tarea imposible y que semejante alfeñique no constituye un peligro letal. Bastaría con un par de bofetones para ponerlo en su sitio. Pero me temo que a este menino le va a tocar cargar con el peso de todas las filípicas que hemos tenido que aguantar de la izquierda.