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Alvise, el lobby y los límites del Derecho

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Abc.es 
El Derecho tiene, como todo en la vida, sus propios límites. Un ejemplo claro lo encontramos en el derecho fundamental a la vida, que todas nuestras constituciones occidentales proclaman pero que no garantiza, pues no es posible, la inmortalidad. Se entiende así como una obligación del Estado de proteger, en un sentido activo y negativo, un bien jurídico inmaterial por naturaleza finito. El Estado no puede, al menos en Europa, acabar con nuestra vida, pero también debe mantener, pues es doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, una infraestructura sanitaria suficientemente robusta para garantizar una protección efectiva de la vida. En ocasiones, los límites del Derecho son más difíciles de hallar. ¿Es posible reducir el precio de la vivienda a golpe de Boletín Oficial del Estado? Incluso si lo fuera, ¿qué otros principios también dignos de protección sacrificaríamos en el empeño? Sin embargo, discernir esos límites es precisamente uno de los deberes esenciales del buen legislador y, por lo tanto, de nuestros políticos. No hace mucho nuestro Gobierno promovió una reforma del Código Penal orientada a combatir determinados delitos contra la libertad sexual que, pese a las advertencias previas, acabó promoviendo reducciones de penas y excarcelamientos de los mismos delincuentes que la norma aspiraba a perseguir. Este fiasco, por el que algunos no han pedido aún perdón, constituye uno de los más bochornosos episodios de negligencia jurídica de nuestros gobernantes. Un buen legislador debe comprender los límites del Derecho, pero también predecir el comportamiento humano, pues en ocasiones los fines del Derecho pueden a través de normas inteligentes. La prohibición de recalificar terrenos rústicos calcinados o el mismo alcance del delito de malversación , que, para perseguir con eficacia la corrupción (y para desgracia de los autores del Procés) no exige acreditar el retorno al corrupto del dinero distraído (resultando suficiente su desvío de los fines públicos), son buenos ejemplos de ello. Recientemente hemos conocido que un representante político español recibió en metálico 100.000 euros para su campaña electoral en las pasadas elecciones europeas, al margen de la contabilidad electoral, aparentemente a cambio de influir en favor de su benefactor en la legislación sobre criptomonedas. Aunque el Código de Conducta del Parlamento Europeo censura expresamente este comportamiento, la Eurocámara lo considera una cuestión interna al haberse recibido los fondos con anterioridad a la obtención de la condición de eurodiputado. Sin embargo, las derivaciones judiciales del asunto a nivel interno, probablemente de índole penal, están aún por dilucidarse. Desde luego, la presunta recepción por SALF de 100.000 euros de una misma empresa y su ocultación en las cuentas de la campaña electoral a remitir al Tribunal de Cuentas constituye por sí mismo varios ilícitos graves. Este comportamiento infringe, entre otros, el principio de «igualdad de armas» electoral, pues uno de los contendientes acude a los comicios con una ventaja económica de partida, no declarada, que podría tener influencia decisiva en los resultados electorales. Y sin embargo, incluso una vez demostrado el ingreso… ¿cómo demostrar y castigar su relación con una determinada posición política del representante? Este incidente vuelve a abrir el debate sobre la regulación de los grupos de presión en España y Europa, recientemente azuzado por el conocido como Qatargate. Se trata, ciertamente, una cuestión vidriosa donde las haya en que las soluciones nunca son sencillas. La defensa de los propios intereses antes las autoridades públicas es plenamente legítima, y de hecho ordinariamente contribuye a aportar información valiosa para el representante, lo que es imprescindible para alcanzar normas más justas y equilibradas. Pero el elemento diferencial entre esta legítima actividad y la compra de voluntades (esto es, la obtención de un beneficio por el representante) es tan fácil de comprender como difícil de acreditar. La fiscalización de las cuentas de los partidos políticos, las estrictas normas de financiación electoral, las declaraciones de bienes de los cargos públicos y por supuesto el Código Penal, entre otros instrumentos como el registro voluntario de grupos de interés, se dirigen precisamente a establecer controles que dificulten un fenómeno que, no nos engañemos, es tan difícil de detectar como de erradicar. Existen múltiples formas de pagar el 'servicio', de hacerlo en diferido e, incluso puede recurrirse como en este caso a un maletín que la contabilidad electoral o de partido se 'olvide' de reflejar en los libros. Los límites del Derecho se manifiestan aquí con toda crudeza, y no es aventurado suponer que los casos que trascienden a los medios probablemente constituyan la mera punta del iceberg. Sin embargo, reconocer las dificultades no impide abrir una necesaria reflexión sobre sobre si estamos haciendo lo suficiente en este campo, tanto a nivel interno como, muy especialmente, en la Unión Europea. En estos tiempos convulsos en el escenario internacional resulta aún más imprescindible revisar el sistema en la búsqueda de soluciones inteligentes que permitan minimizar este fenómeno, limitando la permeabilidad de nuestras instituciones para evitar la corrupción y salvaguardar la legitimidad de nuestra democracia.