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Octubre de 1934 y la nueva clerecía

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Abc.es 
Este octubre se cumplen noventa años de una revolución que, de haber triunfado, podría haber acabado 'ipso facto' con el orden constitucional de la Segunda República . Nos contaron que aquello fue una respuesta a la llegada de la derecha católica al Gobierno, que no era republicana y anunciaba el fascismo. Los socialistas querían defender la democracia. En algunas callejas mefíticas de la historiografía esta composición nostálgica sigue vigente. Se inserta en un relato moral de los años treinta que persiste en ver la República como un logro ideológico asediada por múltiples enemigos. Es un relato que comulga religiosamente con el discurso de autojustificación de los protagonistas durante su desarrollo. Se alimenta, siguiendo a Furet, de esa pasión revolucionaria que bloqueó el encaje de muchas izquierdas en la democracia pluralista. Ni siquiera los principales líderes socialistas que sobrevivieron a la guerra pudieron sostener su compromiso con ese relato. Sin embargo, desde hace un tiempo nos inunda una 'memoria' que ha contribuido a desandar caminos en la investigación más rompedora. Se suma a eso la intimidación que algunos ejercen sobre los jóvenes investigadores para que no vayan por libre: pululan por ahí nocturnos erizos estalinistas que deciden quién es un peligroso «revisionista conservador» y fijan los límites de lo correcto. Parece, pues, que este aniversario va a ser otra ocasión perdida para afrontar algunas cuestiones fundamentales. La primera es que, si los socialistas hubieran triunfado en su pulso violento, la alternancia habría terminado. Con el presidente de la República destituido por la fuerza y la convocatoria de nuevas elecciones en las que no se hubiera podido presentar la derecha católica –expulsada del sistema por una revolución que la identificaba con el fascismo–, ¿qué rastro de competencia y pluralismo habría quedado? ¿Acaso alguien puede creer que una acción planificada y armada como la de octubre de 1934 tenía por objetivo pedir amablemente al presidente de la República que protegiera la democracia? Se olvida que, tras una derrota estrepitosa en las elecciones generales de 1933, los líderes de la izquierda republicana acudieron prestos a forzar al presidente de la República para que desoyera los resultados, nombrara un Gobierno extraparlamentario y volviera a convocar elecciones. Meses después, justificaron abiertamente la insurrección socialista de octubre. Y todavía en 1936 decidieron ir a las elecciones con la bandera moral de 1934. Con esos antecedentes, no cuesta entender hasta dónde llegaba el compromiso de una parte de los fundadores de la República con la democracia pluralista. Así las cosas, la reflexión sobre si la derecha católica era una amenaza para la República como democracia inclusiva cambia de perspectiva. Ya no vale la dicotomía entre derechas antiliberales e izquierdas democráticas; el relato moral se desmorona. Ninguna democracia representativa, ni en los treinta ni después de 1945, logró ser tal si no se levantó sobre un edificio liberal-constitucional. Las democracias sólidas no lo fueron contra el liberalismo sino desde aquél, incluida la III República francesa, tan influyente en el imaginario español. Sin la arquitectura liberal no se podía competir pacíficamente y no se podía avanzar en las reformas sociales. Los que dicen que las democracias de entreguerras no iban de pluralismo, alternancia y procedimientos, sino de conquistas sociales, es que, simplemente, se mueven a partes iguales entre la ignorancia y un fundamentalismo antiliberal. Una segunda cuestión fundamental apela a otro dato que suele pasar desapercibido: si la derecha católica de la CEDA, el partido que más votos logró en las elecciones generales de 1933, hubiera querido cerrar el parlamento y forzar una convocatoria electoral para plebiscitar el fin de la República del 31, el momento perfecto habría sido tras las derrota de los revolucionarios en octubre de 1934. No lo hicieron. Y eso que las condiciones eran óptimas para marcarse un 14 de abril de 1931 pero a la inversa, es decir, convocar una consulta y aprovechar la inmensa movilización conservadora y liberal contra las políticas de Azaña y los socialistas para cambiar el sistema. Todavía hoy podemos leer que los socialistas españoles estaban condicionados por el contexto exterior. Al parecer, como el fascismo avanzaba en Europa, sólo reaccionaron defensivamente. Pero las comparaciones deben estar basadas en análisis ponderados de la política de otros países. Y en España abundan los tópicos sobre lo que ocurría en Austria o Alemania; y no se presta atención a los socialistas europeos que no antepusieron la revolución a la democracia. En octubre de 1934 no había en España un peligro fascista inminente, salvo el que inventó la prensa de partido de la izquierda obrera. Pero el PSOE sí tenía un problema que las malas comparaciones no pueden tapar: hacía ya meses, incluso antes de perder las elecciones de 1933, que los de Largo Caballero habían abandonado todo interés en la democracia 'burguesa'. Fieles a su cultura política tradicional, no confiaban en la competencia y temían perder la posición sindical hegemónica lograda en los años previos. Su condición de socios preferentes del republicanismo 'burgués' les había permitido monopolizar el mercado laboral, debilitar a sus competidores anarquistas y católicos y crecer exponencialmente. De eso iba su República 'reformista' del 31. Su derrota en las elecciones de 1933 exigía autocrítica. Pero era más fácil calmar la frustración con el peligro fascista. Las huelgas políticas desestabilizadoras que promovió el socialismo caballerista en el campo durante el verano de 1934 y el camino hacia una respuesta armada en defensa de la democracia eran la consecuencia de una frustración notable. También del enfado monumental con una República que, pese a todas las trabas constitucionales impuestas por las izquierdas en 1931, no había expulsado para siempre a la derecha, a los católicos y a los pequeños y medianos empresarios antimarxistas. Al final, el problema de los sucesos de octubre de 1934 es que impactan de lleno sobre un asunto capital para el andamiaje de la «memoria democrática»: el mito que identifica a la izquierda obrera con la construcción heroica de la democracia española en el siglo XX frente a una derecha invariablemente reaccionaria, clerical y represiva. Si se aceptara someter el comportamiento de los socialistas y la izquierda republicana al filtro liberal y pluralista, y especialmente a la idea de competencia en un marco de igualdad ante la ley, simplemente se derrumbaría el mito. Algunos socialistas lo aceptaron al calor de Bad Godesberg y comprendieron que la socialdemocracia debía empezar casi de cero, aunque eso no cuajó en España hasta el trienio 1976-79. Sabían que en el PSOE histórico habían despreciado a Eduard Berstein y su 'revisionismo', con un precio terrible: la revolución por delante de la democracia y la libertad individual. Pero hace algún tiempo que la izquierda radical arrincona a los moderados y se hace presente: el contexto de polarización refuerza el mito antifascista y la 'memoria' lo inunda todo. Lo del liberalismo les suena a ultraderecha. Para ellos, lo de octubre de 1934 es una cruzada moral. Se mueven por el compromiso y una nueva clerecía.