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China y el Vaticano renuevan su acuerdo sobre obispos por cuatro años

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Pekín ha decidido extender por cuatro años más el acuerdo con el Vaticano que regula el nombramiento de obispos en China. Este pacto, que se firmó inicialmente en 2018, busca facilitar la colaboración entre ambos, en medio de tensiones históricas y desafíos en la gestión de la comunidad católica en el país.

Se trata de un tratado que en su origen pretendía sacar a la luz la clandestinidad de la Iglesia católica en China, ofreciendo a los católicos cierta tolerancia por parte de las autoridades estatales y reconciliando a los obispos de la Asociación Patriótica Católica China, respaldada por el Partido Comunista, con Roma. Asimismo, pretendía allanar el camino para una colaboración fluida en el nombramiento de nuevos obispos, lo que permitiría cubrir las docenas de sedes vacantes en China continental.

Esta tercera prórroga es vista como un paso importante para mejorar las relaciones entre el gigante asiático y la Santa Sede, permitiendo una mayor coordinación y equilibrio en la designación de líderes religiosos.

«Ambas partes se comprometen a mantener el contacto y el diálogo siguiendo un espíritu constructivo y a continuar avanzando en la mejora de los vínculos», declaró el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores, Lin Jian, que confirmó la prórroga.

Durante años, la Sede Apostólica ha intentado acercarse a China, cuyas relaciones diplomáticas fueron interrumpidas hace más de setenta años.

El objetivo principal de este acercamiento es la unificación de los aproximadamente 12 millones de católicos en China, quienes se encuentran divididos entre una Iglesia oficial respaldada por el gobierno y una comunidad subterránea leal a Roma.

Las interacciones han estado marcadas por obstáculos significativos, especialmente debido a la postura de Pekín de ejercer un control exclusivo sobre el nombramiento de obispos, defendiendo esta prerrogativa como un asunto de soberanía. En contraposición, la Santa Sede sostiene que corresponde al Papa la autoridad exclusiva para designar a los sucesores de los Apóstoles.

El pacto de 2018 -cuyo contenido no se ha hecho público- buscó establecer un equilibrio en las relaciones bilaterales, aunque la Santa Sede ha admitido que se trató de una mala resolución, pero la única viable en ese momento. A pesar de ello, el Vaticano ha denunciado numerosas violaciones a los términos establecidos.

Al parecer, el documento se firmó en un contexto en el que Pekín intensificaba su control sobre todas las religiones, enfocándose especialmente en el cristianismo y el islam, considerados por el régimen como influencias extranjeras que podrían desafiar la autoridad comunista. Las restricciones impuestas complicaron aún más la situación para las comunidades religiosas en el país. Los grupos de defensa de los derechos humanos afirman que las organizaciones religiosas en la nación asiática sufren persecuciones sistemáticas y que la libertad de culto está gravemente restringida, una tendencia que, según ellos, ha empeorado bajo la presidencia de Xi Jinping.

De acuerdo con la Santa Sede, «este Acuerdo Provisional puso fin a décadas de ordenaciones episcopales sin el consentimiento papal, dando lugar a un escenario radicalmente distinto en los últimos seis años. Desde entonces, una decena de obispos han sido nombrados y consagrados, y Pekín ha reconocido oficialmente el papel público de varios obispos antes no reconocidos».

Con todo, durante sus recientes viajes a Asia, el Papa Francisco ha manifestado su deseo de establecer un diálogo más cercano con China. En particular, durante un vuelo de regreso a Roma desde Singapur el mes pasado, reafirmó su intención de visitar el país, subrayando su compromiso con la mejora de estos controvertidos lazos.

Francisco ha adoptado una postura más conciliadora hacia la República Popular que cualquiera de sus predecesores, lo que ha aportado cierta estabilidad a la Iglesia allí. Sin embargo, este enfoque también ha implicado la aceptación de restricciones a la libertad de los católicos chinos, lo que para algunos plantea interrogantes sobre la credibilidad del Vaticano como defensor de los oprimidos.