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Октябрь
2024

Sobre el Servicio Pedagógico Obligatorio

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Abc.es 
En el 'Protágoras', Platón pone de nuevo en escena a su personaje favorito: Sócrates. Esta vez nos lo presenta argumentando que la virtud ('areté') no se puede enseñar. Razona el sabio que, si se pudiese, los hijos de Pericles habrían rayado a la altura de su padre, pues nadie podría haber tenido mejor maestro que aquél para descollar en el arte político, pero todos saben que no ha sido así. La intención, no disimulada, de Sócrates es poner en dificultades a Protágoras, quien, como sofista, cobra por enseñar a sus discípulos a ser mejores cada día, pero en realidad los engaña, porque no puede transmitir sus conocimientos como el flautista los suyos. La 'areté', la virtud del político, pertenece a un orden distinto. Por esa razón, en la asamblea ateniense, cuando se tratan cuestiones políticas, todos los ciudadanos pueden hablar y todas las opiniones valen lo mismo, mientras que, cuando se debate sobre asuntos más técnicos como la construcción de un trirreme, sólo se atiende a la opinión de los expertos, que es la única que cuenta. El arte de gobernar una ciudad y el de pilotar un barco no son iguales, pues uno se puede aprender, pero el otro, no. ¿A qué categoría pertenece la pedagogía moderna? Sus defensores sostienen que se puede enseñar a enseñar. Más aún, opinan que quienes quieran enseñar están obligados a aprender de estos expertos. Sin embargo, todos hemos conocido profesores excelentes, verdaderamente extraordinarios, que dejaron una huella indeleble en nuestro carácter, pero jamás abrieron un libro de pedagogía ni asistieron a un cursillo de formación docente ni oyeron en su vida hablar de adaptaciones curriculares, segmentos de ocio, rúbricas y demás vocablos propios de esta neolengua. Por desgracia, también sabemos de algunos otros, saturados de ciencia pedagógica, que aburren mortalmente a sus incautos alumnos, quienes recuerdan sus clases con más pena que gloria, porque no aprendieron nada de valor en ellas. Como Pericles, tampoco los pedagogos modernos pueden presumir de los progresos logrados por quienes se someten a su disciplina. En algo más cabe comparar a los sofistas de aquella Atenas con los que saben enseñar a enseñar: ambos cobran por lo que enseñan, ya sea esto último algo real o más bien puro humo. Todos los graduados o licenciados de universidades españolas que quieran trabajar como profesores de Enseñanza Media tienen que hacer el Servicio Pedagógico Obligatorio, esto es, nueve meses de aleccionamiento, en los que se aprende la neolengua, y que se cobran a elevado precio en las universidades privadas, porque las públicas no ofrecen suficientes plazas. La antigua mili suponía en muchos casos una gigantesca pérdida de tiempo, pero al menos era gratuita y, desde la Constitución del 78, eludible por quienes se acogían a la objeción de conciencia. El resultado último y contable de este reclutamiento masivo es que las facultades de Ciencias de la Educación se han expandido como globos por todo el territorio nacional y el número de quienes han jurado ya bandera forma un ejército. El núcleo de esta moderna escolástica que es la pedagogía lo integran las llamadas 'competencias', incorporadas al sistema educativo español mediante real decreto (BOE 3 agosto de 2011). Para no molestar al lector con divagaciones, veamos un ejemplo concreto. En el nivel de grado, se determinan seis «resultados del aprendizaje», entre los que figura el siguiente: «poder, mediante argumentos o procedimientos elaborados y sustentados por ellos mismos, aplicar sus conocimientos, la comprensión de estos y sus capacidades de resolución de problemas en ámbitos laborales complejos o profesionales y especializados que requieren el uso de ideas creativas e innovadoras». Al lector acostumbrado a la gramática parda, esto es, al lenguaje simple y humilde, el que enseñaba Juan de Mairena a sus alumnos, no le queda muy claro a qué deben los estudiantes aplicar sus conocimientos, aunque no hay duda de que habrán de hacerlo en ámbitos laborales complejos, porque los debe de haber simples, aunque uno no los conozca, pero que son distintos de los profesionales, tal vez porque estos últimos no lo sean, complejos, quiero decir, aunque a estas alturas ya no distingamos entre argumentos y procedimientos, los cuales, en cualquier caso, el graduado , eso sí, debe sustentar. Los restantes cinco «resultados del aprendizaje» son del mismo tenor lingüístico. Esto significa, pasando ya de las musas al teatro, que de un estudiante de, digamos, Matemáticas no se espera que sepa de ecuaciones sino otra cosa bastante más etérea, que es lo que le van a enseñar los profesores de Pedagogía, expertos en este novedoso arte de las competencias, a los pobres profesores de Matemáticas, que se ven obligados a incorporar esta jerga en sus programaciones. Una disciplina que se expresa empleando semejante jerigonza no busca llegar a todos, sino, al contrario, pretende separarse del resto, crear una comunidad de expertos que se comunican de modo opaco, porque sólo ellos son capaces de entenderse. La inevitable y triste conclusión es que los graduados en Pedagogía, los que escribieron aquellas palabras en el BOE, no han adquirido otro de los «resultados del aprendizaje» que el real decreto determina, esto es, «comunicar a todo tipo de audiencias (especializadas o no) de manera clara y precisa, conocimientos, metodologías, ideas, problemas y soluciones en el ámbito de su campo de estudio». Con esto llegamos al final del proceso, quiero decir, del procedimiento. Los profesores anotan fielmente todas estas competencias, cada año, en sus programaciones, consignan las rúbricas, los resultados del aprendizaje y no sé cuántas otras cosas en un fenomenal despliegue de papeleo, que todos copian, que nadie lee, y que alguien archiva para futura memoria y disfrute de algún historiador de la educación. La moderna pedagogía , defensora siempre de la innovación en todos los ámbitos, que prefiere la pizarra electrónica, el iPad y la inteligencia artificial a los libros, los venerables apuntes y los cuadernos, acaba por enterrarse en miles de pliegos virtuales, tan llenos de polvo como los reales, triste legado de la más antigua burocracia. No sabemos realmente qué era lo que enseñaba Protágoras, pues de él sólo se han conservado unas pocas frases que se le atribuyen. De Platón, en cambio, podemos leer extensos diálogos, que algunos de mis alumnos, en pleno uso de sus competencias, aprobada ya la EBAU y cursando un grado en la Facultad de Historia, encuentran aburridos e incomprensibles. Tal vez si pudiera yo facilitarles una versión en vídeo o, mejor aún, en videojuego…, me piden, mientras le plantean al Chat GPT las preguntas que ingenuamente les he formulado a ellos.