Esa amante inoportuna que se llama soledad
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Hace (no muchos) años: En la sala de espera de la consulta del médico era lo habitual entablar conversación con un desconocido. También con el compañero de asiento en el autobús o en el tren. Precisamente se contaba entre los alicientes de viajar a lugares desconocidos el pararse con los paisanos para preguntar y platicar. En la carnicería, en la peluquería, lo normal era hablar con la gente mientras se guardaba la vez, y no solía haber prisa mientras existiese una sabrosa conversación. Los niños se socializaban jugando en la calle con otros niños del barrio, mientras sus padres se sentaban a tomar el fresco con los vecinos, con los cuales existía frecuentemente una relación de amistosa convivencia. Las casas solían ser el hogar de familias extensas en las que los abuelos tenían su sitio. Toda la comunidad participaba de una u otra forma en los actos sociales, nacimientos, bautizos, comuniones, bodas y funerales. La muerte entonces no se escamoteaba ni se escondía en los tanatorios sino que se velaba en las casas. Ayer mismo: En la consulta del dentista nadie habla con nadie. Ni siquiera existe entre los pacientes contacto visual, pues cada uno, niño o adulto, está absorto en su móvil . Esta escena que parece interpretada por autistas sociales se repite todos los días en el autobús o en el vagón del metro. Ya no hace falta perder el tiempo en las tiendas, pues compramos lo que necesitamos por internet y nos lo traen a casa. Los niños ya no juegan en la calle sino que, si quieren hacer deporte, tienen que apuntarse a una escuela municipal de fútbol-base, y eso los más afortunados, pues la mayoría se pasan el tiempo jugando solos con la videoconsola o con sus móviles. A los padres, que andan también distraídos con sus propios dispositivos móviles, no les importa que sus hijos, y ellos mismos, sean monotorizados por las grandes empresas tecnológicas que se lucran a su costa. Los progenitores no conciben que sus niños y sus niñas menores de edad puedan conducir un coche, fumar o beber alcohol, pero consienten que tengan acceso ilimitado a internet, incluidas las páginas pornográficas. Es lo que tiene la costumbre, que todo lo normaliza. En las grandes ciudades, los vecinos de la escalera (y no digamos los de las urbanizaciones) ya ni se conocen; en el mejor de los casos, los más agradables, dan los buenos días. Resulta inimaginable pedir un huevo o un poco de sal al vecino de enfrente. Ante el precio desorbitado de las viviendas es muy frecuente, sobre todo entre jóvenes y estudiantes, que las personas vivan recluidas en sus habitaciones de alquiler, sin convivir con los otros inquilinos (se da a menudo la circunstancia de que un espacio que tendría que ser de uso común, como el comedor o la sala de estar, se alquile como una habitación más). A veces ocurre, con espantosa periodicidad, que el vecino ha fallecido y no nos hemos enterado (o aun peor, que lleva en su casa varios días muerto sin que nadie lo haya echado de menos). El abuelo ya no estorba, pues hace meses que lo internamos en una residencia. Su lugar en el hogar familiar lo ocupa ahora una mascota. De la familia extensa se ha pasado a la familia nuclear, y de ésta a la familia monoparental. De aquellos núcleos familiares carcelarios en los que los cónyuges, sobre todo las mujeres, sufrían una cadena perpetua junto a sus maridos, a veces maltratadores, hemos pasado a relaciones de pareja en las que apenas existe compromiso alguno y que se deshacen ante el más mínimo roce o desacuerdo. Hace dos años me entretuve en hacer una estadística en mis grupos de alumnos de bachillerato: más del 80% eran hijos, y con frecuencia víctimas, de familias desestructuradas. Según el Observatorio Demográfico CEU-CEFA , el porcentaje de personas que viven solas en España pasó del 1,9% en 1970, al 11,1 % en 2024. Con los datos del INE en la mano, en 2020 cinco millones de personas vivían solas en España, es decir, uno de cada cinco hogares españoles es unipersonal. El 43,6% de estas personas son mayores de 65 años, y el 70,9% son mujeres. Siguiendo con esta radiografía de la soledad, el 59,7% de los hombres que viven solos son solteros; el 19,9, separados o divorciados; el 12,1% viudos. En cuanto a las mujeres, el 45,5% de las que viven solas son viudas; el 34,9 % son solteras, y el 15,5 % son separadas o divorciadas. Naturalmente, no es lo mismo estar solos que sentirse solos. Según el Informe España 2020 de la Universidad de Comillas, más del 21% de los españoles siente aislamiento social, y el 21,19% carece de grupo de amigos. Existe un consumo y una economía de la soledad ( the lonely economy ). Las industrias de la alimentación optan, por ejemplo, por reducir el tamaño de los envases, o por mantener la cantidad, pero repartida en envases más pequeños. El sector inmobiliario también ha tomado buena cuenta de ello, adaptando y reduciendo la superficie de las nuevas promociones. Del mismo modo que hay una economía de la soledad, también existen enfermedades asociadas a la soledad y al aislamiento social. Puede hablarse de una historia cultural de las enfermedades mentales. Si en tiempos de Freud la histeria era la reina entre las neurosis, sobre todo por la represión sexual, que afectaba especialmente a las mujeres, la enfermedad mental por excelencia en nuestra época, y la que más bajas laborales produce, es la depresión, que suele ir enmascarada con la ansiedad. De acuerdo con los datos que maneja el Ministerio de Sanidad , el trastorno depresivo afecta a un 4,1% de la población española (el porcentaje en las mujeres duplica el de los hombres). Como es sabido, España está a la cabeza de Europa en el uso de antidepresivos y ansiolíticos. Cada año el INE revisa al alza el número de suicidios. Si en 1970 se produjeron en nuestro país 1.100 suicidios, en 2022 está terrible cifra alcanzó los 4.228, es decir, que en España se suicidan una media de 12 personas al día (alarmantemente, cada vez más jóvenes y adolescentes). Para el sociólogo francés Émile Durkheim , autor del primero y hasta la fecha más riguroso estudio sobre el suicidio, la razón por la que en las sociedades tradicionales había menos suicidios que en las modernas consistía en que en aquéllas, más cohesionadas y solidarias, existía una mayor presión social, de manera que los individuos del grupo estaban expuestos a la supervisión de los unos sobre los otros. El precio que el hombre contemporáneo ha tenido que pagar para librarse de «la vieja del visillo» o de la vigilancia permanente de los vecinos es el aislamiento y la soledad. Las causas del aumento imparable de los trastornos depresivos son complejas. Si alguna vez se completa el mapa de ese «órgano del alma», como lo llamaba Cajal, que es el cerebro humano, es decir, un mapa con los billones de conexiones que existen entre los 86.000 millones de neuronas de que se compone nuestro cerebro (un millón de veces más complejo que el de una mosca de la fruta adulta), quizás encontremos lo que produce algunos trastornos neurológicos o neuropsiquiátricos, pero no creemos que nos topemos con el factor que está en la base de esa enfermedad «social» que es la depresión. Ese factor se llama soledad. Y no hablamos de ese aspecto positivo de la soledad como un proceso de búsqueda de sí mismo: esa experiencia solitaria dinamizadora del conocimiento personal. Hablamos de la soledad empobrecedora, angustiosa y dolorosa, que se vive como aislamiento y que se hace cada vez más patente y manifiesta en esas «muchedumbres solitarias» que abarrotan las grandes ciudades. Nunca se siente uno más solo que cuando se encuentra rodeado de gente. En cierto sentido, como decía Octavio Paz, la soledad constituye el fondo último de la condición humana, pero también hay que recordar, con Aristóteles, que el hombre es un zoon politikón , un ser social por naturaleza, es decir, que los seres humanos desarrollamos nuestras facultades afectivas e intelectuales en y por la sociedad. Niños que han sufrido durante su infancia un problema de apego primario van a desarrollar, entre otros trastornos, personalidades inseguras y dependientes. Y los ancianos, cuando son abandonados en las residencias, en seguida dan muestras de depresión y deterioro cognitivo. La afición desmedida a las mascotas por parte de muchas personas que viven solas, o la dificultad para encontrar relaciones sociales duraderas y estables más allá de las esporádicas que ofrecen las páginas de contacto de internet, son signos de la falta de arraigo social de las comunidades contemporáneas occidentales. En 2024 conviven con los españoles 30 millones de mascotas, es decir, que en el 40% de los hogares hay un animal doméstico, y estamos lejos todavía de los países de nuestro entorno. Sólo en Madrid, el número de mascotas duplica el de los menores de tres años. Según datos de la Red Española de Identificación de Animales de Compañía (Reiac) , en España existen 6.000 clínicas veterinarias, y el negocio de venta de alimento y accesorios para mascotas alcanza cifras astronómicas. Es perfectamente normal y positivo encariñarse con las mascotas: son educativas para los niños y necesarias para muchas personas, sobre todo para las personas mayores que viven solas, como animales de compañía. Pero cruzarte con un perrito vestido como un bebé en brazos de su dueño o subido en un cochecito de niño, parece un síntoma de una sociedad infantilizada y enferma. En algunos establecimientos hosteleros el acceso les está permitido a los perros pero prohibido a los niños. Por otra parte, la merma de habilidades sociales, que sólo se saben suplir con las redes sociales, no deja de crecer entre los jóvenes. El caso es que, nos caigan mejor o peor, necesitamos a los demás. La soledad puede ser «esa amante inoportuna» que le sirve a Joaquín Sabina para recostar la cabeza y escribir una canción, pero para la mayoría de la gente es una experiencia que provoca sufrimiento y angustia.