El último recurso
En La emboscadura (1951), Ernst Jünger relata la historia de un viudo que recibe un telegrama del alto mando del nuevo gobierno nazi, en el que lo instan a enlistar a sus dos hijos en el servicio militar para que la nación pueda “alcanzar la añorada gloria”. El hombre se niega, argumentando en una escueta carta que él y sus hijos no quieren formar parte de la locura militar que llevará al exterminio de millones de almas.
El consejo militar le envía otra carta, advirtiéndole que, si no entrega a sus vástagos, enviarán soldados a su casa para llevarlos por la fuerza al cuartel de entrenamiento.
Al no recibir respuesta, un grupo de soldados, encabezado por un teniente, se dirige a la casa del viudo con la misión de apresar a los jóvenes declarados en rebeldía. Del otro lado de la puerta, el hombre y sus hijos los esperan con escopetas y hachas para enfrentarlos. Llaman a la puerta y, en cuestión de segundos, sobreviene el fatal desenlace.
Jünger concluye que si en el Berlín de los años treinta del siglo XX hubiera habido diez hombres como aquel, no habría ocurrido la Segunda Guerra Mundial.
Quizá el lector perciba que la situación descrita es un caso “límite”, ya que constituye un acto de rebeldía de individuos contra un mandato que no es más que una coacción que poderes de facto intentan imponer a las mayorías ciudadanas. Sin embargo, por paradójico que parezca, la acción del viudo y sus hijos es la materialización in extremis de lo que pacifistas como Gandhi, Bertrand Russell o Henry David Thoreau entendían por “desobediencia civil”.
Para poner en contexto esta idea, cabe recordar que, para estos pensadores, la desobediencia civil debe entenderse como el acto mediante el cual un ciudadano transgrede conscientemente la ley cuando tiene poderosas razones morales para hacerlo. En consecuencia, está dispuesto a recibir el castigo correspondiente, con el fin de dar una lección al resto de los ciudadanos sobre cuán injusto es el mandato legal que se les impone con violencia.
Así, por ejemplo, Russell fue expulsado de varias universidades y encarcelado por sus opiniones sobre la guerra de Vietnam; y Thoreau pasó varias noches en la cárcel por negarse a pagar impuestos federales, ya que, según él, ese dinero se destinaba a comprar armas para asesinar a otros seres humanos en la guerra de secesión norteamericana, lo que Thoreau consideraba inmoral.
Como vemos, la desobediencia civil no debe confundirse con posturas violentas que incitan a fechorías, como asaltar supermercados o golpear policías, sino más bien con una acción deliberada y racional frente a los poderosos que buscan imponer, sin debate alguno, ideas que atentan contra la ética cívica que hace posible la convivencia.
Los desobedientes civiles se oponen a todo tipo de coacción y manipulación de quienes ostentan el poder del Estado, ya que el daño al tejido social y jurídico suele llevar a un punto sin retorno, en el que la mentira y la posverdad rediseñan los discursos que alguna vez defendieron valores universales, como la libertad y el derecho.
La desobediencia civil es el acto férreo de valentía de quienes se niegan a creer que un hombre —y solo un hombre— tenga “siempre la razón” y que, a partir de ello, el autócrata crea saber lo que es conveniente para toda la comunidad y exija al resto de los mortales sumisión y silencio. El desobediente lee entre líneas las intenciones de tal individuo y las hace públicas hasta donde su voz alcance.
El desobediente civil no pretende la gloria ni el martirio; es más, no pretendiendo ser un héroe, tampoco se ufana de tener la conciencia que otros parecen haber perdido. Es un individuo que actúa según lo que su corazón y razón le dictan, sacrificando incluso lo más preciado que tiene, porque se niega a consentir decisiones autoritarias que luego dañarán, sin reparo, a la sociedad.
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El autor es profesor de Matemáticas.