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Alberto Fujimori y la escalera del caos, por Daniel Encinas

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Maltratado, injustamente encarcelado y condenado a muerte, Sócrates tiene la oportunidad de escapar de prisión y salvarse. Sin embargo, se rehúsa a huir y, en su lugar, bebe la cicuta. Lo sorprendente de esta decisión es que, durante años, había cuestionado duramente la democracia ateniense y sus principales figuras de autoridad. Aceptar la sentencia, entonces, no solo muestra su respeto por las leyes de la polis, sino que revela un profundo compromiso con el bienestar general. En el Critón, Sócrates explica que desobedecer a la patria, incluso ante una decisión injusta, sería dañarla irresponsablemente y contravenir a los dictados de la razón. Para él, salvaguardar su ciudad era más importante que el sacrificio personal.

Mientras Sócrates prioriza el interés colectivo, la filosofía de un personaje de la multipremiada serie Game of Thrones encarna lo opuesto: Lord Petyr Baelish, más conocido como “Meñique”. Aunque se trata de una figura ficticia, su aproximación a la política refleja muy bien a los oportunistas que sacan ventaja de situaciones extremas y las fomentan para obtener algún tipo de ganancia personal. En una conocida escena, Baelish revela su desdén por la estabilidad del reino. Afirma, más bien, que “el caos no es una fosa… es una escalera” para ganar poder e influencia. Para él, los dioses, el amor o la patria son meras ilusiones y “solo la escalera es real. El ascenso es todo lo que hay”.

En la política peruana, pocos han encarnado tan bien el arquetipo de Baelish y se han alejado tanto de Sócrates como el recientemente fallecido Alberto Fujimori. Desde que llegó a la cúspide del poder hasta que murió en libertad, el expresidente fue tanto beneficiario como agente del caos en el Perú. Si bien el duelo familiar y de allegados merece todo respeto, no debe nublar nuestra perspectiva respecto a su verdadero papel en la historia.

Fujimori empezó su ascenso por la escalera del caos en 1990. La elección presidencial donde asoma como candidato se desarrolló mientras Perú estaba en la ruina. La violencia terrorista de Sendero Luminoso desangraba al país y la economía había colapsado. Antes del ritmo del chino, los peruanos bailábamos al compás de la hiperinflación y de la muerte.

En medio de esta aguda crisis, Fujimori planteó una campaña improvisada. Pocos olvidarán que, ante la presión por mostrar su inexistente plan de gobierno, convocó a una conferencia de prensa a la que terminó ausentándose. ¿La excusa? Supuestamente se había intoxicado comiendo bacalao. Podría decirse que Fujimori fue un Pedro Castillo old school: un líder capaz de caer en lo absurdo para justificar su falta de preparación e irresponsabilidad.

No se puede ignorar su inclinación a capitalizar el caos. Fujimori convirtió su inexperiencia en una ventaja para enfrentar al candidato favorito, el novelista Mario Vargas Llosa, y, a través de él, a los partidos políticos tradicionales y las élites del país. El intelectualismo de Vargas Llosa simbolizaba a los sectores más instruidos, acomodados y blancos del país. Frente a ello, Fujimori mostró una imagen novedosa y un discurso cercano al pueblo que conectó fuertemente con los sectores más desfavorecidos.

Una vez en el poder, siguió encontrando en la crisis a su mejor aliado. Su mandato como presidente era sacarnos del abismo, algo que sus defensores suelen señalar que cumplió cabalmente. Al margen de las imprecisiones en este diagnóstico, lo cierto es que la abrumadora mayoría de la población percibió que era un líder eficaz que respondía a sus necesidades más urgentes. Como dirían hoy en las redes sociales, era un hombre que resuelve.

El problema es que, como Meñique, Fujimori decidió que su papel no era exclusivamente resolver el desorden sino aprovecharlo. No hay mejor ejemplo de su posición anti-socrática en la política que el autogolpe de 1992 y sus subsecuentes intentos por perpetuarse en el poder. En lugar de anteponer la estabilidad democrática a sus intereses, abusó de su autoridad para evitar el control político, perseguir opositores y, según sus sentencias judiciales, cometer delitos de corrupción y crímenes como matanzas.

El académico Seymour Martin Lipset escribió brillantemente sobre el papel que juegan los liderazgos para estabilizar las democracias recién establecidas. Nos explica que existen fuertes incentivos para que los principales actores políticos, económicos y militares pateen el tablero. La modorra del proceso democrático y la falta de aprecio a los valores que hacen funcionar este sistema hacen probable que intenten violar las reglas de juego y hacerlo colapsar.

Sin embargo, aquellos líderes que exudan carisma y el aprecio de otros por sus aparentes talentos excepcionales, pueden actuar con autocontención y desprendimiento con el poder, ayudando a que la democracia gane legitimidad y se estabilice. Según Lipset, este es el caso de George Washington en los orígenes de la democracia estadounidense. Aunque era idolatrado, actuó con propiedad e integridad en todo sentido y dejó la presidencia al cabo de dos períodos, contribuyendo a institucionalizar la alternancia de poder. 

El contraste entre Washington y Fujimori no podría ser más evidente. Mientras el primero es reconocido como un pilar para el establecimiento de una de las democracias más famosas del mundo, el segundo es sinónimo de aprovechamiento del carisma y la popularidad. En el 2000, luego de una serie de triquiñuelas y prácticas fraudulentas, Fujimori buscó quedarse en la presidencia aún cuando la ciudadanía ya no lo favorecía. La voluntad popular dejó de importarle.

Pero su vínculo sinérgico con el caos peruano no se detuvo ahí. El legado del debilitamiento institucional de los noventa sigue presente. La cultura antipolítica, la debilidad de los partidos y el funcionamiento “chicha” – esto es, informal y falto de regulación – de ámbitos que van desde la educación, el transporte y los vínculos laborales pueden rastrearse como caóticas consecuencias del fujimorismo. En la actualidad, esta fuerza política también se sigue nutriendo de advertir sobre un injustificado miedo al retorno de Sendero Luminoso. No parece exagerado proponer la siguiente cláusula: sin caos o miedo al caos, no hay fujimorismo.

Finalmente, resulta bastante sintomático que Fujimori haya logrado salir de prisión justo cuando el país volvía a sumirse en la crisis. Como beneficiario del desorden, consiguió el indulto cuando empezaban los enfrentamientos entre poderes del Estado. Y sus últimas pisadas por la escalera del caos las dio cuando salió de prisión y adquirió beneficios irregulares como una pensión vitalicia. Por segunda vez en su vida, ignoró el llamado de la rectitud y la justicia, precipitando que una nueva experiencia democrática sucumbiera para favorecer sus intereses. Ni el Estado de derecho ni los compromisos internacionales del país fueron tomados en cuenta.

Nuestro supuesto salvador de la patria olvidó el patriotismo y nos dejó a la deriva, bebiendo la cicuta del caos mientras él disfrutaba de una libertad que no le correspondía.