Los palacios de los sueños mortales de Oriente Medio
El asesinato del líder de Hizbulá Hasán Nasralá, por parte de Israel, es un acontecimiento de proporciones históricas en Oriente Medio. Como se desprende de la respuesta de Irán a los ataques de Israel contra su apoderado en el Líbano, las ondas de choque se están propagando en toda la región y, probablemente, resuenen en todo el mundo.
Nasralá tenía la misión de destruir a Israel. Era un manto que había tomado de innumerables líderes árabes, desde Haj Amin al Huseini, el gran muftí de Jerusalén que se reunió con Adolf Hitler en 1941 para discutir la destrucción de los judíos, hasta Azzam Pasha, el secretario general de la Liga Árabe que describió la invasión árabe del entonces naciente Israel en 1948 como una “guerra de aniquilación”. El presidente egipcio Gamal Abdel Nasser —un ícono del panarabismo en los años 1950 y 1960— prometió más de una vez “destruir a Israel”. El dictador iraquí Sadam Huseín y el líder palestino Yasir Arafat, fundador de Fatah, alimentaron sus propios sueños de liquidar al Estado judío.
Siempre hubo un toque de arrogancia en esos sueños. Huseín se remontó al califa iraquí al Mansur —que significa “el victorioso”—, fundador del reino de Irak en el siglo VIII, bautizando a su superyate con su nombre. Nasser y Arafat competían por ser la reencarnación moderna de Saladino, el “gobernante redentor” que derrotó a los cruzados y liberó a Jerusalén en el siglo XII.
Los cuatro líderes —Al Huseini, Nasser, Huseín, Arafat— no pudieron lograr su gran sueño panárabe. Pero los intelectuales árabes —muchos de ellos aparentemente afectados por una atracción perversa por el fracaso— mantuvieron vivos sus delirios. Como se lamentaba el difunto erudito de origen libanés Fouad Ajami en su libro de 1999 The Dream Palace of the Arabs: A Generation’s Odyssey (El palacio de los sueños de los árabes: la odisea de una generación), este séquito en gran medida antepuso el nacionalismo panárabe hueco a la modernidad, al secularismo y a la renovación socioeconómica.
Israel fue la medida del fracaso de los árabes, señaló el difunto académico palestino Edward Said. Para muchos intelectuales, su supervivencia era intolerable. Ajami describió el caso de Khalil Hawi, poeta y académico libanés que respaldaba el movimiento fascista Gran Siria de Anton Saadah y que luego bebió el elixir del panarabismo de Nasser. Pero finalmente no habría una Gran Siria, ni arabismo, ni siquiera un Líbano del que Hawi pudiera estar orgulloso. Amargado y humillado, se quitó la vida el día que Israel invadió el Líbano en 1982.
Los intelectuales árabes crearon un universo moral en el que cualquier intento de cambio de los gobernantes carecía de legitimidad. Recuerdo haberme sorprendido cuando Arafat, que negoció los Acuerdos de Oslo en los años 90, creía que Said era su principal oposición, aunque por supuesto entendía por qué: Said era uno de los muchos intelectuales árabes que rechazaban los Acuerdos de Oslo por considerarlos un intento de Israel de ejercer una supremacía económica y cultural.
Como dijo cínicamente el académico egipcio Mohamed Sid-Ahmed —autor del libro visionario de 1976 After the Guns Fall Silent: Peace or Armageddon in the Middle-East (Después de que se silencien las armas: paz o Armagedón en Oriente Medio)—, los Acuerdos representaban “un intercambio de tierra por un mercado de Oriente Medio”.
Se suponía que la Revolución Islámica del ayatolá Ruholá Jomeiní iba a ser la respuesta chiita al fracaso del nacionalismo árabe sunita. Mientras el panarabismo muchas veces estaba asociado con las clases sunitas hacendadas, a la revolución de Irán se la retrataba como un levantamiento de las subclases chiitas. Pero el mesianismo chiita encontró su propio camino hacia el fracaso, mostrándose incapaz de liberar a las masas árabes en el exterior, a pesar del gigantesco apoyo de las milicias apoderadas, creando al mismo tiempo un régimen opresivo e impopular que no ofreció un antídoto para la desigualdad.
El chiismo pronto cayó en la misma trampa que había condenado al fracaso al panarabismo sunita: en un intento por desviar la atención de sus fracasos, los líderes de Irán derramaron todos los recursos y energía disponibles en una guerra de aniquilación contra Israel. Nasralá se convirtió en la personificación de un nuevo “palacio de los sueños” árabe, en el que las subclases chiitas reinarían como amos y señores en el Líbano y otras partes, y los designios regionales de “Pequeño Satán” y “Gran Satán” —vale decir, Israel y su amo norteamericano— eran desbaratados de manera permanente.
Si Nasser era un nuevo Saladino, y Huseín era “el victorioso”, entonces Nasralá era el lord de la resistencia (muaawama). Era el héroe panárabe que luchó en la guerra civil de Siria durante más de diez años para salvar al régimen tirano de Bashar al Asad y le declaró altivamente la guerra a Israel inmediatamente después de que Hamás llevara a cabo su masacre de octubre pasado. Y su leyenda sobrevivió inclusive a los golpes devastadores de las últimas semanas, sobre todo al “ataque con dispositivos” del ejército israelí, en el que apuntó a miembros de Hizbulá haciendo detonar explosivos que había escondido dentro de localizadores electrónicos y walkie-talkies.
La presunción era que Nasralá todavía tenía sorpresas bajo la manga, pero resultó ser otro gobernante árabe delirante que fue destruido por la violencia que él mismo había cortejado con tanto entusiasmo al servicio de una fantasía.
Hasta sus últimas horas, Nasralá no entendió hasta qué punto el ejército israelí se había infiltrado en las capacidades de Hizbulá. Quizás estaba intoxicado por todos los recursos y el poder que sus amos iraníes le habían prodigado durante tantos años; quizás, había perdido contacto por completo con la realidad. Como sea, el palacio de los sueños de Irán hoy está en ruinas. De hecho, este nuevo enfrentamiento entre Israel e Irán ha expuesto lo que debería haber sido obvio hace mucho tiempo: la visión de un imperio chiita liderado por Irán es hueca.
Lamentablemente, los israelíes han construido su propio palacio de los sueños de “victoria total”, un palacio peligroso erigido sobre un cimiento de fervor nacionalista, mesianismo religioso e intransigencia política. Existe un escenario en el que las hazañas militares de Israel cambian la región para mejor. Desafortunadamente, lejos de ser el abanderado de alguna visión política iluminada, el gobierno de Israel está decidido a librar una guerra en todos los frentes, sin ninguna visión de un futuro político que los vecinos de Israel pudieran llegar a aceptar.
Luego del asesinato de Nasralá y de la invasión de Israel en el sur del Líbano, un profesor libanés advirtió que “una generación completa” de libaneses “se está despertando a la política” y que “Israel está plantando las semillas de futuras guerras”. Así el ciclo de violencia continúa.
Shlomo Ben Ami, exministro de Relaciones Exteriores israelí, es vicepresidente del Centro Internacional Toledo por la Paz y autor de Prophets Without Honor: The 2000 Camp David Summit and the End of the Two-State Solution (Oxford University Press, 2022).
© Project Syndicate 1995–2024