La persecución de unos aluniceros que retiró a Juan de la Guardia Civil tras 27 años de servicio
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Encorbatado y con una chaqueta gris, Juan Gregorio llega a la Audiencia Provincial de Toledo con 13 alumnos para presenciar un juicio por tráfico de drogas, pero finalmente se aplaza por la incomparecencia de un acusado. A sus 58 años, el espigado profesor de estos aspirantes a vigilantes de seguridad privada se dedica a la docencia por las secuelas que le dejaron unos aluniceros, esos que usan los coches como arietes, tras casi tres décadas en la Guardia Civil . «Me tiré 27 años y pico corriendo detrás de los delincuentes en la calle», resume quien ganó en los tribunales la cruz al mérito de la Guardia Civil con distintivo rojo por aquella arriesgada intervención policial. Ingresó con 17 años para hacer el servicio militar voluntario y con 18 recién cumplidos acudió a su primer sepelio: el de los jóvenes guardias civiles asesinados por ETA con un coche bomba en la plaza de la República Dominicana, en Madrid, el 14 de julio de 1986. En las imágenes de televisión, lleva a hombros el féretro de una de las víctimas. «Todavía se me pone el vello de punta cuando me veo» , afirma Juan, a quien le brota otro recuerdo: uno de los fallecidos en esa matanza era su instructor en la academia de Úbeda (Jaén). Los hechos que desencadenarían su retiro anticipado ocurrieron dos décadas después, cuando ya atesoraba una amplia experiencia persiguiendo malhechores. La tarde del 25 de septiembre de 2006, Juan estaba en el polígono industrial Európolis, en Las Rozas, la ciudad madrileña en la que trabajaba. Iba de paisano y en su coche particular, un Citroën Saxo 1500 diésel. Por un pálpito, un BMW de la Serie 320, ocupado por tres o cuatro jóvenes, le llamó la atención. «Sospeché y telefoneé a la central. Me informaron que era un vehículo sustraído. Entonces me arrimé un poquito más y confirmé la matrícula». Empezó a seguirlo, esperando la llegada de patrullas de apoyo. Sin embargo, los individuos se percataron y arremetieron contra él. «Estaba aparcado en un rincón, observándolos, y salí por encima de la acera cuando vinieron hacia mí». Se la había jugado muchas veces detrás de los malos, pero era la primera vez que se convertía en el ratón perseguido por el gato. «Comencé mi huida evasiva y pasé a toda velocidad los badenes en el suelo, sin frenar, porque mi coche era pequeño. Iba a todo lo que daba y, sinceramente, en aquel momento lo que menos me importaba era lo que le pudiera pasar al coche. Sabía que el BMW, más bajo, frenaría para no romper el cárter porque había perseguido muchas veces a aluniceros y conocía cómo actuaban». Con los delincuentes pisándole los talones, Juan perdió el control de su turismo en la calle principal del polígono, porque lo estaban embistiendo por detrás. «En otra calle había un camión volquete que iba delante y creí que me metía debajo de sus ruedas. Vi peligrar mi vida e intenté coger la pistola que tenía en un bolso , pero en el primer acelerón y frenada terminó en el suelo. Era imposible cogerla conduciendo a 100 kilómetros por hora, pitando para no colisionar y frenando para evitar accidentes». Adelantó el camión con los ojos cerrados y, por fin, se quitó de encima a los malhechores. «A mí se me hizo eterno, aunque fueron muy pocos minutos, si acaso dos o tres. Me había metido en muchos 'fregaos', pero fue la primera vez que vi a la dama de la guadaña». En medio de la temeraria vorágine, Juan recuerda que le dio tiempo a pensar. «No te das cuenta a la velocidad que funciona el cerebro». «Mi cabreo», con los malos justo detrás, «era que mis hijas se iban a quedar huérfanas y que yo no me llevaba a nadie conmigo al no poder sacar el arma». Esa misma tarde, el automóvil que lo persiguió fue usado para robar el vehículo de un alto miembro de un ministerio y con él se dieron a la fuga, intentando embestir igualmente a policías nacionales en Fuenlabrada. Al día siguiente, robaron a punta de pistola con disparos al aire en una oficina de Cajamadrid en Getafe. «Cuando hablé con la Policía Nacional, me dijeron que menos mal que no saqué el arma porque, si llego a hacerlo, seguro que hubiera sido repelido a tiros », rememora. Con su coche maltrecho, sobre todo por la parte trasera debido a los tremendos golpes, llegó al cuartel de Las Rozas. A los pocos días, empezó a no dormir por las noches y le descubrieron lesiones en las cervicales . Pese a que «puedo contar con los dedos de las manos las pocas veces que he causado baja», llegando incluso a trabajar con fiebre, el argumento médico se impuso. Arreglar el coche le costó 2.000 euros, ya que ni la Guardia Civil ni la Justicia hicieron caso a su reclamación. Además, la causa fue archivada porque no se pudo determinar quiénes iban en el BMW. Con el tiempo, la Comunidad de Madrid le reconoció una discapacidad y lo llamó el capitán médico de la comandancia de Tres Cantos. «Le pregunté si estaba hablando con un capitán o con un médico. Me respondió que con un médico y entonces le pregunté si tenía secreto profesional, a lo que me respondió que sí». Juan le desveló los problemas de salud ocasionados por la intervención policial y el capitán médico le aseguró que le mantendría la baja unos meses y que luego él se planteara acudir o no a la Junta Médico Pericial, la que decide si una patología es incapacitante. A los dos meses, pidió el alta voluntaria y siguió trabajando como cabo primero. Cambió de destino al cuartel de Illescas, donde dirigió un área que ahora se denomina Seguridad Ciudadana. «No sabían nada de mi vida. Quería hacer borrón y cuenta nueva. Me incorporé, pero empezó a castigarme el cuello; otra vez las cervicales». Cayó de baja a los tres meses. El comandante médico de Toledo lo llamó para ver cómo iba y « tomé la decisión de contarlo, de dar el paso, pero yo no me quería ir de la Guardia Civil. A mí me gustaba trabajar en la calle y no asumía hacerlo en una oficina». En la primavera de 2012, con 46 años, le dieron la baja definitiva por pérdida de las condiciones psicofísicas. «Me costó mucho trabajo irme», reconoce, «porque había estado desde los 17 y no sabía hacer otra cosa». Había pensado en estudiar Historia cuando se jubilara, pero al retirarse demasiado pronto optó por Derecho en la UNED, empleándose como preparador de oposiciones a la Guardia Civil. «Algo de lo que estoy orgulloso», dice, es haber tenido como alumna a la mujer que obtuvo el número 1 de la promoción de 2021 en el benemérito cuerpo . También superó el máster de acceso a la abogacía en Toledo, en la Universidad de Castilla-La Mancha. Y, como tenía distintas habilitaciones en seguridad privada, se decantó luego por formar a vigilantes de seguridad en los centros FIES, en Toledo, y Finse, en Madrid, donde continúa. Aquí ofrecen un servicio social a personas empleadas o que carecen de cualificación profesional. Juan echa cuentas y cree que «ya he formado más vigilantes de seguridad que aspirantes a guardias civiles» . Volviendo a aquella persecución que le pudo costar la vida, aprovechó un cambio normativo y ganó en los tribunales la cruz al mérito con distintivo rojo que la Guardia Civil le había denegado. Desde 2012 ya se concede por pérdida de condiciones psicofísicas, como era su caso, y le fue impuesta el 12 de octubre de 2016 a petición propia. Su esposa y sus hijas, que siempre lo han apoyado, se sintieron aún más orgullosas de él . Como abogado, continúa peleando para que «se haga justicia» con un guardia civil. Fue condenado en 2014 por la Audiencia Provincial de Madrid a tres años de prisión por «cometer un error» al notificar una multa de tráfico. Agarrándose a una sentencia del Tribunal Constitucional por un caso similar, explica Juan, en julio interpuso una demanda de error judicial ante el Tribunal Supremo y está esperando una respuesta. Si fuese negativa, anuncia que seguiría recurriendo hasta la última instancia. Si supieran aquellos aluniceros lo que fue del tipo al que persiguieron...