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Октябрь
2024

Ritos y juegos del toro

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Abc.es 
En 1962 salía a luz, póstumamente, un estudio señero sobre los orígenes y el significado de ciertos tratos entre el ser humano y el toro conocidos con el nombre de «corridas». La novedad de 'Ritos y juegos del toro' estribaba en abordar tan intrincado asunto valiéndose de los métodos de las ciencias histórico-religiosas para explotar (entre otras fuentes arqueológicas, etnológicas y folklóricas) «la multiforme cantera de la bibliografía taurómaca española». El libro era la traducción de la tesis defendida diez años atrás en la Universidad de Roma por su autor, Ángel Álvarez de Miranda, quien en el ínterin llegará a ser catedrático de Historia de las Religiones, el primero de esta disciplina, en la Universidad de Madrid. El meollo de la indagación de Álvarez de Miranda es el prestigio genésico del toro, la 'magia sexual' vinculada desde el Neolítico a esta singular especie de bóvidos, más en concreto al toro domesticado semental. Extendida por el Mediterráneo y el Próximo Oriente, esta concepción se desarrolla en la península ibérica prerromana y en la civilización minoica adoptando la figura cultural del juego de 'correr toros'. En este tránsito, el trato con el toro pasa de la esfera de lo ritual religioso a la de lo lúdico profano, de lo cultual a lo festivo. Pero, como se desprende del análisis que hace Álvarez de Miranda de las suertes de la corrida española moderna, en ella persisten elementos rituales que delatan la pervivencia del venero sacral en la corriente lúdica. A propósito, precisamente, de la «morada vital» hispana (que diría Américo Castro), el historiador de la religión no deja de señalar «una sorprendente y paralela tenacidad e iniciativa popular en la formación de un arte –la tauromaquia– que hasta ahora era considerado en conjunto como un fenómeno de origen aristocrático». También Bartolomé Bennassar, fino y prolífico hispanista, al reconstruir la historia de los juegos y tratos festivos con el toro, pudo subrayar la existencia de una «tauromaquia popular antigua». Esta práctica taurina, muy diversa, viva y apenas ritualizada, no sólo sería anterior, sino que habría corrido en paralelo y hasta se habría transmitido tanto al toreo caballeresco, que vive su apogeo en los siglos XVI y XVII, como a la corrida a pie, institucionalizada como espectáculo a partir del siglo XVIII. Hoy sigue presente también, aunque de forma cada vez más matizada, en los incontables festejos populares. Presencia enigmática esta de las fiestas de toros, a decir del antropólogo Manuel Delgado Ruiz, quien en su libro 'De la muerte de un dios' se ocupa con estos «ritos de sacrificio cruento que sobreviven en el mundo industrializado» y que, a la llamada mentalidad actual, han de parecerle «un montón de gestos inútiles y descabellados, una extravagancia injustificable, una historia loca que no significa nada». Sin embargo, la mirada del científico social, pertrechada en este caso con una sugestiva tesis sobre las progresivas estrategias de asimilación por el poder político de una cultura popular espontáneamente reacia a toda hegemonía, acierta a revelar en la corrida una estructura y una dinámica rituales (por ejemplo, en las fases de los 'ritos de paso') latentes por bajo de reglamentos y convenciones. A esta visión del rito ha contribuido recientemente, adoptando las perspectivas complementarias del observador humanístico y del aficionado taurino, François Zumbiehl con sus Instantes de arena: una lectura del escenario de signos que se dan a ver, oír y sentir en el lenguaje corporal del toreo y el lenguaje simbólico de la corrida. Barroco 'teatro de la verdad' donde vida y muerte se ponen en juego… «entre burlas y veras», como gustaba decir José Bergamín. Trabajos como los de estos historiadores, antropólogos y otros especialistas en ciencias humanas, aficionados o no, ponen de manifiesto una actitud que podría resumirse en la imagen, eminentemente taurina, de «pensar delante de la cara del toro». Pues afrontan el fenómeno taurino en su peculiaridad y su vigencia, en sus simultáneas familiaridad y rareza, sus resonancias, consonancias y disonancias, sus juegos de espejos entre lo humano y lo animal, lo sagrado y lo profano, el culto y la fiesta, el sacrificio, la vida y la muerte. Por regla general, sin embargo, recuerda con razón Delgado Ruiz, «el extraño rito de la muerte del toro» ha sido objeto de una «conceptualización degeneracionista» por parte de académicos e intelectuales, quienes no ven en esta manifestación más que «una sombra hueca, artificialmente mantenida con vida». Es el caso del artículo del filósofo Santiago Alba Rico '¿Qué significa el fin de la tauromaquia?', publicado en mayo de este año en defensa de la decisión del Ministerio de Cultura de suprimir el premio Nacional de Tauromaquia de 2024 . No se atrinchera el autor, lo cual es intelectualmente de agradecer, en las posiciones animalistas (por cierto, oficialmente invocadas como una sensibilidad hegemónica). Juega, antes bien, en el terreno filosófico-cultural de la dialéctica de la Ilustración. Es justa su apreciación histórica de la tauromaquia como «ficción reglada» y «muerte ceremonial». El argumento de fondo, empero, es bien simple. La tauromaquia no habría sido sino una representación (eso sí, con la muerte real o inminente como protagonista) de la lucha del hombre con la naturaleza. Ahora bien, esta lucha ha tocado a su fin con el «dominio completo y destructivo de la naturaleza» por el ser humano. Luego, lo que los antiguos podían practicar aún como un juego peligroso carece hoy de sentido: no hay ya muerte ritual sino matanza. La tauromaquia y el premio que la celebra serían, en fin, una «anomalía cultural». Coincido con Alba Rico en sus dudas sobre la mayor «sensibilidad ética» de nuestros contemporáneos y en sus sospechas sobre las bondades de «nuestro gusto estético», así como en los corolarios atinentes a la «mascotización» de los animales y a la persistente (y primordial) amenaza mortal que el hombre supone para el hombre. Aparte de los variados peligros que 'banderillean' nuestra democracia... Pero su planteamiento se me antoja, en materia taurómaca, como una taurocatapsia cretense o como el salto de la garrocha grabado por Goya y practicado y descrito en su 'Tauromaquia completa' por Francisco Montes, 'Paquiro': volar por encima del toro en lugar de pararse a templarlo de frente. Y aunque sea esta una magnífica suerte, constato en su argumentación ausencias notables. Una, la del 'pueblo' (no simplemente 'el hombre') que se congrega en las plazas y demás festejos taurinos. Otra, la del toro bravo (no simplemente 'la naturaleza'), verdadero protagonista de la fiesta. Otra más, la de la tragedia (no simplemente el 'drama' que degenera en 'farsa') que advierte del retorno de lo reprimido (la frase horaciana: «Podrás expulsar a la naturaleza…») y de la necesidad del trabajo de la cultura, especialmente en el rito y en el juego. En 1947 escribía Álvarez de Miranda evocando la figura de Manolete : «En esta España nuestra hay una vieja casta de hombres bravos: se les llama toreros y nacen con una ornamental vocación de morir. Ellos, agonistas de su juego mortal e innecesario, son ya, en este mundo sin religión ni héroes, los únicos que prolongan el sentido del rito bajo el sol, en una auténtica liturgia que tiene como coro al pueblo entero». Es de esperar que palabras como estas nos sigan dando que pensar.