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Сентябрь
2024

¿Hay que tener miedo?

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México ha entrado en una zona de incertidumbre. El presidente Andrés Manuel López Obrador acaricia la inminencia de conseguir su deseo de desaparecer el Poder Judicial. El Senado trabajaba anoche para aprobar esa ley, que luego irá a Congresos estatales… meros trámites.

Lo delicado de la situación va más allá de una ruidosa pugna entre bandos. Rebasa incluso el manido argumento de que estamos ante el choque de dos proyectos de nación, y que toca hoy a unos conducir al país como en otra hora tocó a otros. Atestiguamos algo distinto.

La inminente consumación del proceso legislativo de la iniciativa que entre otras cosas hará que los impartidores de justicia sean electos por voto popular (en un formato donde el control morenista está garantizado), implica cruzar un umbral hacia terreno peligroso.

Ha quedado roto, ¿sin remedio?, el acuerdo político nacional. La materia en disputa, la forma en que se constituye y funciona uno de los tres poderes de la Unión, es de tal envergadura que era indispensable un procesamiento democrático. No una imposición.

No está en duda, no debería estarlo, la legitimidad de la mayoría para proponer una reforma a la impartición de justicia. Sin embargo, desde tiempos muy anteriores a la primera alternancia presidencial había un entendimiento de que ese derecho no era absoluto, ni impermeable.

Graves tropiezos del viejo sistema –devaluaciones, escándalos por corrupción o violencia, muerte de o cárcel a opositores, despojo a comunidades, etcétera– lo obligaron a aceptar, así fuera a regañadientes, que sumar a unos u otros, o al menos escucharlos, era lo mejor.

El modelo nunca fue perfecto. Ni dejaba satisfechos a la totalidad de sectores. Costó vidas y miseria. Y en no pocas ocasiones hubo por parte del gobierno engaños, incumplimientos y, por supuesto, hipocresía. Tanto que se rompía el diálogo, o los puentes del mismo.

Sin embargo, por décadas ese fue el modelo mexicano. En buena medida construido gracias a las aportaciones –y a la sangre, ni qué decir– de muchos izquierdistas. Priistas, panistas y perredistas negociaron o recompusieron asuntos antes y después de 2018.

Porque sería obtuso no ponderar en esta hora que López Obrador ha tenido momentos en que aceptó el apoyo de la oposición, que no hizo ascos a toda propuesta de opositores en el Congreso. O que no negoció con gobiernos estatales de otro signo, o incluso con el PJ.

Y es precisamente por eso, porque hoy se puede advertir que en esta hora nada de ese margen para la política queda, es que el aire se vuelve irrespirable para generaciones que recuerdan lo que ha pasado en México cuando una sola voluntad se impone “pase lo que pase”.

Ese imperfecto modelo de política ha sido sustituido, de manera pornográfica, por la ilegalidad. Se usan policías y fiscales para arrebatar votos para machacar a todo un poder. Orondos canjean perdón o prisión para crear un sistema “no corrupto” de justicia.

Que nadie se confunda. Esto no es grave por las grotescas formas parlamentarias exhibidas. Ni por su prisa, de que si no es en San Lázaro, nos vamos a una cancha deportiva, que si nos toman el Senado, encontraremos un salón… Ni por su cerrazón. Va más allá.

Es de temer la obediencia a ciegas, la sumisión total e incluso orgullosa de la mayoría a un designio personal, sin que medie el uso del criterio, la cancelación de inteligencia y libertad individuales para discrepar sin deslealtad.

Cuando el gobierno era así, impermeable al diálogo, el Presidente se atrevía a todo. Abrir esa puerta, encima con furor, sí es para dar miedo.