La ciudad del ‘hago lo que debo’
En una pequeña carta de descargo, fechada en el año 58 a. C., el filósofo y político romano Marco Tulio Cicerón reprocha a Clodio, tribuno de la plebe, las razones por las cuales ordenó su exilio de la ciudad de Roma.
“Dices que fui desterrado de la ciudad, pero dicha ciudad no existía, pues ¿puede llamarse ciudadano (civis) a alguien que conviva entre hipócritas, delincuentes y asesinos?”, escribe Cicerón.
De lo anterior se desprende que eran considerados “ciudadanos” solo aquellos que convivían con sus semejantes, al amparo y el respeto de las leyes de la ciudad, no de la anomia y el caos jurídico.
Podemos analogar esta observación ciceroniana sobre la relación ciudadano-ciudad a la relación entre el estudiante y la institución educativa.
En este contexto, se diría que solo le es posible ser “estudiante” a quien está dispuesto a cumplir con los lineamientos de la convivencia escolar y los reglamentos evaluativos que exigen la adquisición de los aprendizajes definidos en los planes de estudio.
Estudiante sería, entonces, toda aquella persona que está dispuesta a respetar y cumplir con las normativas que impone el sistema educativo formal; condiciones necesarias para la adquisición de las habilidades y los contenidos temáticos de las distintas materias incluidas en el currículum.
Así, como vemos, a partir de una “imposición”, la educación, aunque es democrática en sus fines, no puede ser democrática en sus medios, pues un grupo de especialistas de distintos campos del saber humano deciden por el estudiante los contenidos y los objetivos que deben ser alcanzados en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Sin embargo, aquí sería importante aclarar un punto que la experiencia nos ofrece.
Desafíos del aprendizaje
Aunque parezca paradójico, hay jóvenes que asisten a diario a una institución educativa, pero no podríamos considerarlos estudiantes; por otro lado, hay también muchos estudiantes, serios y responsables, que asisten a instituciones que descreen de sus propias obligaciones formativas.
Resumiendo: que un niño o joven se apersone a diario a la escuela o el colegio, incluso a la universidad, no significa que sea un estudiante en el sentido de la definición anterior, pues podría no estar dispuesto a cumplir con todas aquellas exigencias que se imponen al estudiantado, las cuales incluyen aspectos tácitos, tales como el esfuerzo, la pericia y las ganas de estudiar.
Por otra parte, también hay jóvenes que asumen con seriedad la tarea del aprendizaje, que están dispuestos a ser evaluados y a enfrentar el reto de adquirir nuevos y mejores conocimientos; sin embargo, la institución a la que asisten no les brinda los recursos materiales y didácticos, suficientes y necesarios, para construir los aprendizajes que consolidarán su crecimiento cognoscitivo, impidiendo con ello el desarrollo de todo su potencial y el ejercicio de una vocación profesional libremente elegida.
Ser conscientes de lo anterior nos lleva a tener muy presente que no puede haber estudiantes responsables sin instituciones educativas convencidas de sus deberes y obligaciones, pues si alguien “no estudiante” asiste a una institución desvirtúa —como en la anécdota de Cicerón— todos los derechos y deberes de la plena acción formativa.
Por su parte, en condiciones recíprocas, si una institución incumple su juramento de velar por la consecución de los saberes humanos, el estudiante flotará en el limbo de la ignorancia y la desidia.
Oportunidades
Pocas personas, entre ellas muchos de nuestros jóvenes, son conscientes de que sus vidas, incluidas la esencia de su carácter, sus capacidades y sus talentos, son tan solo la expresión de una confianza excesiva en la seguridad que les provee su ambiente inmediato.
Sin embargo, mirando las noticias de la guerra de Ucrania, del sanguinario combate entre Hamás e Israel, las matanzas tribales en el África subsahariana o la horrible migración venezolana no queda más que la desolación moral y espiritual de pensar en los miles de niños, niñas y jóvenes que han visto truncados sus sueños y proyectos de crecimiento personal por culpa de la estupidez y la maldad humanas.
Mientras que aquí algunos de nuestros niñitos mimados demandan un teléfono de última generación y exigen aprobar el curso lectivo sin mayores esfuerzos, con la complicidad incluso del sistema educativo. Todo ello, ¡claro está!, contando con el tiempo suficiente para poner en práctica el bestial bullying contra sus indefensos compañeros de aula.
En estas condiciones, esos jóvenes no pueden ser considerados estudiantes, ni podemos llamar instituciones educativas a esas guarderías de la alcahuetería y la diversión perpetua.
Definitivamente, como reza el refrán, nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde; por eso, el temor de despertar hoy “menos ciudadanos que ayer” no debería ser solo el síntoma de nuestro desasosiego moral y ético, dados los acontecimientos del mundo, sino también el efecto de prever el posible viaje —sin retorno— de la ciudad del “hago lo que debo” a la ciudad del “hago lo que me plazca”.
barrientos_francisco@hotmail.com
El autor es profesor de Matemáticas.