Nada de monjes, la cerveza la inventó una santa
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Decía Platón que quien inventó la cerveza fue un hombre sabio. Se equivocaba. En realidad, fue una mujer. Una persona sabia, sí, pero mujer. Las mujeres no solo son responsables del descubrimiento, sino que sus aportaciones a lo largo de la historia cervecera han sido cruciales en su desarrollo para concebirla tal y como lo hacemos hoy en día. El libro The Philosophy of Beer (La filosofía de la cerveza) ofrece una interesante historia de una de las bebidas más consumidas en el mundo, cuya presencia arranca hace miles de años, pasa por su papel central en los monasterios y a bordo de los navíos de guerra, hasta su inmensa popularidad en la actualidad. ¿Pero cuál es su origen? Hará algo más de 7000 años, en Mesopotamia comenzó a desarrollarse la actividad cervecera; fueron las mujeres quienes mezclaron los granos de cereal con agua y hierbas para elaborar un brebaje con fines nutritivos. Lo cocinaron, y de aquella mezcla intuitiva impulsada para calmar el hambre resultó un caldo que fermentaba de manera espontánea. Pronto empezaron a desarrollar sus habilidades en torno a aquel líquido turbio y espeso, pero muy nutritivo, que además era capaz de alegrar el espíritu. Desde aquel entonces y durante cientos de años su grado de conocimiento hizo que las mujeres fuesen las únicas que podían producirla y también comercializarla. Seguían siendo ellas las responsables y suyas eran también las licencias y equipos para elaborarla. Y así fue hasta la Edad Media, cuando en Europa las licencias pasaron a estar a nombre de los maridos. El cambio legal de licencia puede tener que ver con el hecho de que, para entonces, la cerveza era un bien muy preciado y aunque se elaboraba para consumo doméstico, los excedentes se vendían para obtener un ingreso familiar extra. Así, ellas seguían trabajando, pero el producto ya no era suyo. Y el dinero que daba, tampoco. La versión más extendida del origen de la cerveza actual asegura que fue inventada por monjes. Sin embargo, cuando los monjes vieron el potencial de lo que las familias, y en concreto las mujeres, ya estaban haciendo, decidieron invertir en el cultivo de cereales para crear nuevas mezclas y comercializarlas. Sin embargo, a pesar de ese monopolio clerical, la cerveza tal y como la conocemos la inventó también una mujer. Fue en la Edad Media cuando su elaboración experimentó un cambio sustancial al agregar a la mezcla fermentada el lúpulo, un estrecho pariente del cannabis, cuyas flores dotan a la bebida de su característico amargor y de unas propiedades conservantes que permitían almacenarla durante mucho más tiempo. La responsable del descubrimiento que dio este giro radical a la cervecería fue la abadesa Hildegarda de Bingen (1098-1179), la versión femenina de Leonardo da Vinci. A esta buena mujer, que compaginó su rol como maestra cervecera con el de teóloga, escritora, compositora musical y botánica (en su obra Physica describió más de 200 plantas) entre otras habilidades, terminaron canonizándola, aunque tardaran doce siglos. En 2011, el papa Benedicto XVI la incorporó al catálogo de los santos y un año después la nombró cuarta doctora de la Iglesia Católica tras Santa Teresa, Santa Catalina y Santa Teresita de Lisieux. Además de su notable aportación a la cerveza, esta monja de clausura nos legó un placentero «descubrimiento»: la primera descripción por escrito de un orgasmo femenino. A diferencia de escritores como su contemporáneo el monje Constantino el Africano, quien en su Liber de coitu describió toda clase de placeres carnales sin mencionar a la mujer ni una sola vez, Hildegarda fue la primera en atreverse a asegurar que el placer no era obra de Satán, que residía en el cerebro y que la mujer también lo sentía. En el Libro de causas y remedios de las enfermedades, la carismática abadesa de Binguen escribió que el sexo no era fruto del pecado y el placer sexual cosa de dos, y describió sin tapujos el momento del clímax de la pareja y la eyaculación: Tan pronto como la tormenta de la pasión se levanta con un hombre, es arrojado en ella como un molino. Sus órganos sexuales son entonces, por así decirlo, la fragua a la que la médula entrega su fuego. Esa fragua luego transmite el fuego a los genitales masculinos y los hace arder poderosamente. Y su pareja está lejos de ser un recipiente insensible: Cuando la mujer se une al varón, el calor del cerebro de esta, que tiene en sí el placer, le hace saborear a aquel el placer en la unión y eyacular su semen. Y cuando el semen ha caído en su lugar, ese fortísimo calor del cerebro lo atrae y lo retiene consigo, e inmediatamente se contrae la riñonada de la mujer y se cierran todos los miembros que durante la menstruación están listos para abrirse, del mismo modo que un hombre fuerte sostiene una cosa dentro de la mano. Ese tratado médico se publicó hace doce siglos. La verdad es que, solo por eso, ya se merecía ser santa.