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La vida de Arantxa, una joven policía en el comando Donosti de ETA

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Abc.es 
En 1992, Arantxa Berradre -nombre de guerra, cuya identidad real responde a las iniciales E.T.-, acababa de salir de la Academia de Policía de Ávila como agente de la Escala Básica. No lo sabía, pero un inspector jefe, ya veterano en la lucha contra el terrorismo, se había fijado en ella y en otros cuatro compañeros para poner en marcha un plan que desde hacía tiempo le rondaba la cabeza: infiltrar a un agente en las filas de ETA para poder golpearla desde dentro. Sabía que iba a costar años y mucho trabajo, no cometer ni un solo error, y también que ni siquiera así el éxito estaba asegurado. Eso sin contar con que era una operación de alto riesgo para quien diera el paso al frente. El inspector jefe había estudiado bien los perfiles de los cinco jóvenes policías, tres mujeres y dos hombres . Debían ser observadores, tener facilidad para relacionarse, ser fuertes psicológicamente y, muy importante, no tener ataduras familiares ni sentimentales. Consiguió que los destinaran a su grupo y comenzó a formarles en las técnicas operativas de los agentes de Información. Con el paso del tiempo, poco a poco, les habló de su proyecto y comenzó a plantearles si estaban dispuestos a intentarlo. Sabía que, con suerte, alguno de ellos se mantendría firme, pero también que era muy posible que ninguno aguantase la presión que conlleva una misión así. Los cinco decidieron intentarlo y fueron repartidos por distintos puntos del País Vasco para evitar que pudiesen coincidir. Alguno duró un par de días antes de abandonar; otros, unos pocos más, y el que más unas semanas. No aguantaron la tensión, y nada se les podía reprochar. Sólo Arantxa Berradre siguió adelante, por su fortaleza mental y en parte por el deseo de no defraudar al inspector jefe, al que admiraba. ¿Cómo era Arantxa? Justo lo que se buscaba. Atractiva, pero no hasta la exageración; observadora y con buena memoria; empática; simpática desde luego también, pero no la graciosa del grupo, porque eso la haría llamar la atención; lista, con reflejos para salir sin muchos problemas de situaciones complicadas o imprevistas; estable, paciente y no tenía novio ni ataduras familiares... Y algo más: era mujer y ETA, una organización también muy machista, jamás podía imaginar que la Policía iba a intentar infiltrar a una agente. Para una operación así lo primero es preparar una cobertura creíble al agente. En el caso de Arantaxa Berradre fue sencillo porque era de Logroño y allí había un pequeño grupo de antimilitaristas y antisistema que de vez en cuando protagonizaban protestas. Fue enviada a su ciudad con la orden de acercarse a ellos, lo cual era fácil porque eran igual de radicales que de pardillos. Pronto la aceptaron; eran muy pocos y cualquier ayuda les venía bien. Confeccionó pancartas, participó en protestas, les habló de que sus padres eran vascos pero que se habían marchado de allí al tener problemas con la Policía por ser abertzales... Un día les dijo que se tenía que ir a vivir a San Sebastián porque en Logroño no encontraba trabajo. Así que si en el futuro alguien les preguntaba por ella ya tenían una historia coherente y fuera de toda sospecha que contar. Este primer paso era clave, porque los proetarras, como medida de seguridad, siempre hacían averiguaciones sobre aquellos que llegaban de nuevas a los ambientes abertzales. Y era más que probable que en algún momento recurrieran a ese grupo antisistema para corroborar la historia de Arantxa. Lo siguiente era buscar un trabajo. Lo tenía que hacer ella, porque si se lo conseguía la Policía aumentaba el peligro de una fuga de información. Además, el empleo tenía que tener un horario flexible y el sueldo el de la media de los tipos a los que se iba a acercar. Lo justo para pagar un alquiler modesto y poco más. Entró como ayudante en una carnicería del Antiguo sin ni siquiera ser dada de alta en la Seguridad Social. También estuvo empleada en una fábrica de muebles y en una discoteca. Era muy aficionada al baile y durante una temporada dio clases de tango y submarinismo. En cuanto al piso, encontró uno, de una sola habitación, en el barrio de Intxaurrondo. Arantxa, siempre guiada por su controlador, el inspector jefe, comenzó a dejarse ver por las herriko, primero de forma esporádica y luego más habitualmente. Nadie la hablaba, pero sabía que debía tener paciencia, no desesperarse, porque también era consciente de que sí se fijaban en ella y que levantaba recelos entre los 'parroquianos'. Se sentía sola; su única compañía era su gato. No daba pasos en falso; no forzaba conversaciones; consumía lo que fuese, pagaba y se marchaba sin más. Pero su cara comenzó a ser conocida en una herriko muy popular de San Sebastián, Herria, en la calle Juan Bilbao del casco viejo de la ciudad, rebautizada por los proetarras con el nombre 'Ikatz kalea' (calle de la Tormenta), muy adecuado para lo que se cocía por allí. Además, empezó a dejarse ver por algún acto abertzale. Todo, sin significarse mucho. A medida que más proetarras se acercaban a ella su activismo creció. Por ejemplo, comenzó a subirse a autobuses con ellos para asistir a esos actos, un momento propicio para entablar nuevos contactos. Pero el proceso era muy lento, a veces caía en el desánimo y entonces su controlador tenía que recordarle que todo iba según lo previsto. Pasado el tiempo comenzó a ser parte del paisaje. Más radicales hablaban con ella, le presentaban a amistades y colocaba mensajes del tipo «basta de represión, hay que salir a protestar» ... Las informaciones que pasaba a sus jefes no eran relevantes, pero a su controlador no le preocupaba. Se reunía con ella cada cierto tiempo, le preguntaba sobre gente que podía conocer, sobre todo vinculada a la kale borroka, y le daba instrucciones. Nunca la presionaba. De la herriko Herria salía gente encapuchada para montar las algaradas y luego regresaban a ella para dejar el material -cócteles molotov, petardos, palos...- y tomar unos potes (vinos) o 'cacharros' (copas) para celebrar sus 'hazañas'. Arantxa, que por entonces trabajaba allí de camarera de vez en cuando, pasaba a su controlador esa información, ya de más calidad. También se movía en el entorno de Gestoras, Jarrai y del colectivo de apoyo a los presos, y aprovechaba cualquier excusa para fotografiarse con esa gente para dar el material al inspector jefe. Pero el primer hito más serio de la infiltración fue su unión a los 'Titiriteros de Sebastopol', una comparsa abertzale que recorría los pueblos del País Vasco gobernados por los proetarras. Entre otras cosas, aprendió a lanzar fuego con su boca, a manejar títeres... Pero sobre todo le permitió conocer a mucha gente de ese entorno en todos esos municipios. El segundo avance, no menor, fue su asistencia al Herri Urrats (Pueblo Caminando) en Saint Pee Sur Nivelle (sur de Francia), que se celebraba cada año el segundo domingo de mayo. Era una fiesta abertzale a la que asistían miles de proetarras y en la que se captaba a terroristas. Aunque por allí se desplegaban agentes de incógnito, detectar esas citas era misión imposible, también para Arantxa. Pero ella aprovechó para hacerse fotos con muchísimas personas y todo ese material gráfico sí era de gran utilidad para la Policía. La información de Arantxa, capaz de recordar nombres y lugares de forma precisa , era cada vez de más calidad, pero la Policía obtenía también datos parecidos por otras vías menos arriesgadas y costosas. Habían pasado seis años y la situación parecía estancada, así que mandos policiales comenzaron a cuestionarse si merecía la pena seguir con aquello. El inspector jefe, para entonces ya comisario, estaba seguro de que había que continuar adelante, porque cada día que pasaba sin que Arantxa fuera descubierta la situaba más cerca del objetivo. Pero a la vez era consciente de que o se daba pronto el paso definitivo o iba a ser difícil convencer a sus superiores de mantener la operación. Una tarde, en diciembre de 1997, con la tregua de Lizarra aún en vigor, llegó el momento esperado. Arantxa estaba en Herria cuando se le acercó un camarero, la llevó con él a una zona del local más apartada y le dio un papel: «No digas nada y ábrelo cuando estés sola». El corazón le dio un vuelco. Ya en casa, leyó el mensaje: fijaba día y hora para tener una cita con un 'liberado' (a sueldo) de ETA. Estaba firmado con una 'K', la de José Javier Arizcuren Ruiz, 'Kantauri' , el jefe militar de la banda. Sería en enero, un sábado, a las 12:00 horas, debajo del reloj de la playa de La Concha, junto a un puesto. Arantxa y su controlador, que alternaba días en Madrid con otros en San Sebastián, 'despachaban' en las cafeterías de tres hospitales públicos, siempre a petición de ella. Era un lugar idóneo, porque en un centro sanitario cada uno tiene sus problemas y nadie se fija en el resto. Además, si se encontraba con un conocido la coartada era sencilla: tenía cita con el médico. La policía informó al comisario del mensaje y se lo entregó por si los de Científica podían encontrar huellas. La infiltración era ya un hecho. El comisario reclutó entonces a sus hombres (y mujeres) de más confianza. Doce en total, dos especializados en sistemas electrónicos. «Jesucristo y sus apóstoles, y lo malo es que vamos a acabar como ellos», bromeaba uno de los inspectores elegidos. La orden fue tajante: no podían hablar con nadie de la misión. El sábado del último fin de semana de enero de 1998 la playa de la Concha estaba controlada por el equipo del comisario, que dirigía las operaciones desde la habitación de un hotel. Arantxa llegó cinco minutos antes de la hora prevista. A las doce en punto se le acercó un individuo joven, fuerte, alto, con barba. Segundos después bajaron al arenal y comenzaron a pasear. La Policía fotografió al etarra: era Kepa Etxebarria , que antes de la tregua de Lizarra había intentado asesinar a un funcionario de prisiones y que se había quedado descolgado de un comando desmantelado por las Fuerzas de Seguridad. Según explicó a Arantxa, estaba refugiado en el piso de un amigo en el Antiguo, pero tenía que salir cuanto antes de allí y la necesitaba para que le acogiese. Ella aceptó, aunque le advirtió de que su casa era pequeña. El etarra no puso objeciones, pero le adelantó que tendría que alquilar otro pronto porque se les iba a unir un compañero. La infiltrada sólo le pidió que le diera unos días para organizarse y quedaron para una segunda cita, en el mismo lugar, para concretar detalles. Antes de que llegara el etarra los de sistemas especiales tenían que instalar micrófonos en la casa, sin que lo supiera Arantxa para evitar que perdiera naturalidad en sus comportamientos. Pero además había que alquilar un piso muy próximo al de la infiltrada para hacer las escuchas y acoger a un equipo del GEO permanentemente preparado por si tenía que actuar de inmediato. La seguridad de la chica era lo primero. Los geos, entre los que estuvo Francisco Javier Torronteras , asesinado por la célula yihadista del 11-M en la explosión del piso de Leganés, nunca supieron quién era esa joven; de hecho, le tenían ganas. En el piso pusieron una barra de pared a pared para mantenerse en forma. Su disciplina y control impresionaba. Salían a la calle una noche de cada dos, en pareja, para sacar la basura. En la segunda cita, Arantxa le anunció al etarra que ya tenía todo dispuesto, le precisó dónde estaba el piso y quedaron en hacer la mudanza unos días después. A la mañana siguiente los de sistemas especiales aún trabajaban en el piso cuando surgió un imprevisto. Etxebarria se presentó allí sin avisar y llamó a la puerta. Los policías contuvieron la respiración; todo podía irse al traste. El terrorista, por fortuna, pensó que Arantxa no estaba en la casa y se marchó. Al día siguiente la infiltrada fue a buscarle con su coche y comenzó la convivencia. Arantxa continuó en su pequeño cuarto, con cama de matrimonio, y el etarra dormía en un sofá-cama del saloncito. En total, la vivienda no tenía más de 50 metros . La relación entre ellos era de desconfianza y la infiltrada, siguiendo instrucciones de su controlador, pasaba poco tiempo allí. Él apenas hablaba y se limitaba a pedirle que le llevara a un lugar o a otro, sobre todo a Orio y Deba, donde pensaba que podía volver a tener contacto con la organización. Ella se limitaba a estudiarle. La agente vio que era posible abrir una vía de comunicación con el etarra, que actuaba de forma educada. Cada vez hablaban más. En septiembre de 1998, un conocido del terrorista le pidió que fuera a un piso de Bayona para llevar un mensaje a una persona. Era José Luis Cau , luego implicado en el caso Faisán, que la recibió con malas formas y le pidió que volviera una semana después. Cuando regresó, ya se mostró más simpático. Le dio un papel, sellado con celo, con instrucciones. Al llegar a San Sebastián se lo entregó primero a su controlador, que junto a sus hombres lo abrió sin dejar rastro con el vapor de agua de una olla al fuego... El mensaje decía que debía recoger a una persona en Isaba, en el valle navarro del Roncal, cerca de la frontera. El día marcado, el equipo policial montó un dispositivo de seguridad. Arantxa tenía instrucciones de que bajo ningún concepto dejara al nuevo etarra ir armado en el coche, porque si había un control de la Guardia Civil iba a tirar de pistola y las consecuencias podían ser catastróficas. A la hora fijada, delante de la iglesia, se le presentó un individuo: era el sanguinario Sergio Polo . Su sola llegada ya demostraba una cosa: ETA se estaba reorganizando. La tregua de Lizarra era una trampa. El tipo, de ademanes chulescos, trató con desdén a Arantxa. Emprendieron la marcha y la infiltrada le preguntó si iba armado. Respondió que sí. Le pidió que dejara la pistola en el maletero y él se negó. Entonces, como le había dicho su controlador, se metió en un camino rural y le dijo, muy firme: « O la dejas atrás o te bajas ». La bronca fue brutal, pero no tuvo más remedio que obedecer. Ese episodio los enfrentó para siempre. Polo despreciaba a los laguntzailes (colaboradores) como Arantxa y Etxebarria se mostraba sumiso con él. Estaba claro quién era el jefe. La convivencia de los tres era difícil, pero ella siempre sabía estar en su sitio. No se enfrentaba de forma abierta, pero tampoco era sumisa. Pronto se produjo el traslado a un piso de la céntrica calle Urbieta, un ático algo más grande con dos habitaciones. De nuevo hubo que instalar micrófonos y alquilar otro enfrente para las escuchas y el GEO. En la nueva casa la tensión se mantenía. Polo trataba a Arantxa como una criada y ella no estaba dispuesta a pasar por ello. Le recriminaba a voces que fuera un guarro y por momentos la convivencia parecía que iba a romperse. La infiltrada, sin embargo, dominaba la situación. Polo desconfiaba de ella, todo lo contrario que Etxebarria, que la defendía. El primero tenía celos del segundo por su complicidad con Arantxa. Discutían por ello, incluso a gritos. En todo caso, la infiltrada comenzó a hacerles de chófer para llevarles a sus citas, siempre controladas por el equipo policial, que poco a poco detectó a todos los integrantes del complejo Donosti, llamado a liderar la ofensiva que ETA preparaba. Aunque los etarras se iban a su habitación a hablar de sus cosas, en ocasiones sí había conversaciones más ideológicas en las que Arantxa participaba. En su delirio, los terroristas afirmaban que cuando ETA liberase Euskadi «nosotros seremos los directores de las empresas, los que estemos en el Gobierno vasco, los que mandemos en los jueces»... Y cuando la infiltrada les replicaba que muy bien, pero que ya bastaba de treguas, que había que actuar, él la tranquilizaba diciéndole que eso ocurriría en poco tiempo... Ni Etxebarria ni Polo eran depurados intelectualmente, aunque el segundo tenía unos rasgos psicopáticos mucho más marcados. La operación estaba bajo control, aunque hubo momentos críticos. Un día Arantxa llevaba a Kepa Etxeberria en su coche y tuvo un accidente. Acudió la Ertzaintza y le pidió la documentación del vehículo, que estaban a su nombre real. El etarra se fijó en ello y, con desconfianza, le preguntó: «No te preocupes, es de mi tía, que me lo regaló, pero aún no he cambiado los papeles». Él la creyó. La caída de Kantauri en Francia , en una operación de la Guardia Civil, desató la histeria en Sergio Polo, que creía que el jefe del aparato militar podía informar de dónde estaba el piso de la calle Urbieta. Arantxa intentó tranquilizarlo -«él no sabe eso, no te preocupes»-, pero el etarra ordenó la salida inmediata y huir a Francia. Era el 10 de marzo de 1999. La infiltrada informó al controlador y convenció a los terroristas para llevarles en su coche. Fueron detenidos en Anoeta tras un tiroteo , en el que los geos demostraron, otra vez, su preparación. La Policía los quería vivos. Cayeron otros siete sujetos y se evitó una decena de muertes. En el registro del piso, Etxeberria se dio cuenta de que no estaba el gato. Preguntó por él, extrañado, porque lo habían dejado allí. Los policías se miraron a la cara. Fue la primera vez que empezó a sospechar que Arantxa no era quien decía ser... Años después, un exetarra, confidente de la Policía, dijo de ella a ABC: «Podía haber llegado a lo más alto». Pero el riesgo de seguir infiltrada era demasiado alto.