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Escuchar para hablar

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Meditación para este domingo XXIII del tiempo ordinario

¿Somos conscientes de cuánto necesitamos escuchar la voz de Dios y responder a su llamada? El Evangelio de hoy nos desafía a reflexionar sobre nuestra capacidad para escuchar y proclamar la verdad que viene de lo alto. Esta nos invita a vivir con coherencia nuestra fe. Leamos con atención:

«Dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos”» (Marcos 7, 31-37)

El Evangelio nos presenta hoy al sordomudo, es decir, a uno que no podía captar ni comunicar el mensaje de Cristo. Esta condición no es solo física, sino también una imagen de nuestra condición espiritual. ¿Cuántas veces tenemos los oídos cerrados al mensaje de Dios y callamos ante la verdad que debemos proclamar? Jesucristo, con su gesto y su palabra, nos enseña que la verdadera sanación comienza con el “Effetá”, la apertura que desbloquea nuestras facultades más profundas.

El Nuevo Testamento enseña que la fe entra por el oído, porque recibir la Divina Palabra es el primer paso para creer. Pero atención: No basta con oír de manera superficial. Es necesario escuchar con el corazón, es decir, dispuestos a dejar que esa Palabra cale en nuestro ser. Por eso, la apertura vital que el Salvador realiza en este hombre es la misma que quiere realizar en cada uno de nosotros. Él quiere abrirnos al amor de Dios que todo lo transforma, porque todo lo sana y transforma.

La palabra “Effetá”, que se pronuncia sacramentalmente sobre cada cristiano al ser bautizado, es más que un mandato a los sentidos físicos. Es una exhortación a vivir en la verdad, que pasa por dejar que Dios entre en nuestras vidas y despierte las potencias naturales y espirituales. San Agustín nos enseña que el corazón humano está inquieto hasta que descansa en Dios. Y este mismo santo nos da testimonio de que ese desasosiego cesa cuando permitimos que Él hable en nuestra vida y encienda el primer chispazo del amor en nuestra relación con Él. Entonces la fe se revela como la gozosa y expansiva adhesión a Cristo, que nos pone en camino para anunciarle y encontrar la paz en su presencia..

Una fe que se vive así no se puede esconder. Aunque Jesús pidió discreción al sordomudo, este, una vez sanado, no pudo contenerse y proclamó con insistencia lo que había experimentado. Porque ser cristianos no es una cuestión privada, sino un fuego que se extiende, se proclama, se vive en cada acción y en cada palabra. Así debe ser nuestra respuesta a la gracia de Dios. Debe suscitar una vida que habla por sí misma, que no puede callar el bien recibido. ¡Qué distinto esto de una religiosidad de boquilla, de un supuesto cristianismo que se amilana ante la hipocresía del mundo!

La sanación del sordomudo es también una llamado a la Iglesia. Todos los creyentes hemos de ser instrumentos de ese “Effetá”, abriendo nuestros oídos y desatando nuestra lengua a la palabra de Cristo y proclamándola con valentía de amor. Como nos recuerda Santo Tomás de Aquino: “La verdad debe ser dicha, aunque sea amarga, porque es la medicina que sana el alma”. No podemos ser sordos a las necesidades del prójimo ni mudos cuando hay que advertirles sobre la gravedad de tantos actos. Tenemos que ser la voz de Cristo en un mundo que ha perdido la capacidad de escuchar la verdad y a dar testimonio de ella con palabras claras y acciones coherentes.

No siempre el buen ejemplo habla por sí solo. Es necesario acompañarlo del testimonio coherente y valiente. Si los padres no actúan así con sus hijos, estos irán a buscarse otros padres en los primeros que les ofrezcan satisfacción si compromiso. Si el cristiano calla su fe, deja de ser luz en un mundo en tinieblas. Aquel chispazo de amor se apaga y dentro de cada uno solo quedarán las cenizas de lo que no fue. Efectivamente, vemos cómo nuestra sociedad agoniza por el relativismo y la indiferencia, porque tantos que se dicen seguidores de Cristo permanecen mudos ante el pecado y el error. Por eso no podemos consentir la ceguera moral de nuestro tiempo ni hacernos cómplices de ella con nuestro mutismo. Es urgente que abramos los oídos de nuestra alma al clamor del Evangelio y pronunciemos, llenos del Espíritu Santo, sus palabras que salvan.

El evangelio de hoy es el recordatorio de que la fe se inicia en lo íntimo de cada creyente, pero no puede quedarse ahí, sino que debe resonar en nuestras palabras y acciones, alcanzando a quienes viven en el silencio del error y la mudez espiritual. La fe no solo se cree, se proclama. La boca que no habla de Cristo, pronto se llena de cualquier discurso vacío. Respondamos, pues, al “Effetá” que se pronunció en nuestro bautismo. Escuchemos la voz de Dios para despertar los sentidos aletargados y dar testimonio de Él con toda propiedad.