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La camisa de fuerza

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Todos los años, pero en distintas fechas, por los medios de comunicación aparecen dos eventos de homenajes. En buena medida, resultan familiares y puede que en muchos hogares hasta los busquen por el televisor.

El primero de ellos ocurre en abril. En ese mes, la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) entrega reconocimientos a jóvenes y colectivos destacados en el sector juvenil. El otro aparece en mayo, cuando se condecoran a los héroes y heroínas del Trabajo, y en el pecho de hombres y mujeres se prenden otras medallas que enaltecen una vida de proezas.

Sin embargo, mientras se observan ambos eventos, con las debidas dosis de gratitud y respeto, hay algunas preguntas que aparecen. ¿Cuántos se merecen también esos honores y no los recibieron nunca? De los reconocidos, ¿cuánto tiempo tuvo que pasar, cuántos papeles se debieron llenar, cuántas asambleas tuvieron que celebrarse para que al final se diera un sí a otro nivel? ¿Cuántos y cuántas han quedado fuera (vaya usted a saber por qué), y andan por ahí, en silencio, hasta olvidados; pero orgullosos de lo que hicieron?

En una ocasión le preguntamos a una dirigente sindical qué requisitos se necesitaban para ser Héroe del Trabajo de la República de Cuba. La interrogante venía por el director de una empresa, cuyos trabajadores consideraban que tenía méritos más que suficientes para ese título. Solo que el hombre no quería medallas, no quería nada. Solo trabajar y cuando se muriera, decía, que en el velatorio se hiciera una fiesta para ver si le daba por resucitar y armar una conga en la funeraria.

La respuesta de la funcionaria fue concreta: el compañero necesitaba transitar por todo el sistema de condecoraciones y reconocimientos. Es decir, tenía que caerle atrás, él u otros, a las medallas y tenía que existir una estructura, cuyos integrantes se tomaran en serio el trabajo o tuvieran tiempo o no sé qué para que la persona ascendiera por esa pirámide de rangos.

Nuestra reflexión íntima fue: «Y cuando llegue a la puntica, que se coja aire y, de paso, que reclamen para que le den otra medalla por las carreras que se debieron dar». Pero la pregunta que se oyó fue: «¿Y eso es justo?».

Sí, porque vale la pena poner en balanza ciertas cosas. ¿Es justo, por ejemplo, alargar en el tiempo un reconocimiento y hacerlo visible en la sociedad en aras del rigor? ¿Esa posición no sería el camino más expedito para privilegiar las formas por encima de los contenidos?

Es decir, las estructuras y las formalidades encuadrando, encasillando, ahogando a las personas. La camisa de fuerza de los reconocimientos. En esa película, los jóvenes tienen las de perder. Porque no tienen la suficiente acumulación de hechos, que hagan la historia y los pongan en cuerda de preminencia social, según un criterio muy tradicional, de tiempos normales. Que no son estos y el que crea lo contrario, pues que pida un coche y se baje de la nube.

Porque otra mirada, otro enfoque, indicaría lo contrario. En Cuba, desde hace muchos años, hay una cantidad de jóvenes que son héroes anónimos. Están ahí, a ojos vistas. Doblan, literalmente, el lomo; se crecen ante las carencias y las burocracias, e inventan donde no hay (y no robando, ¿clarito?) y ayudan a echar a andar a este país, el nuestro. El que queremos para que sea mejor. Y muchas veces no se les tira ni un beso.

Si en el país ya se reconoció que estamos en una economía de guerra, pues a los que están metidos en ella no se les puede tratar con esa exquisitez «burrocrática» de que la coma aquí falta y hay que analizar este párrafo porque su redacción está oscura o el caso no procede (lean bien) porque el expediente no lo enviaron… bonito. ¿Acaso en la base, entre su gente, la medalla moral no está dada?

No es armar una piñata ahora. Tampoco quitarles el ojo a los oportunistas y simuladores, a los buscaméritos a costa de guataconerías. Es, sencillamente, practicar el equilibrio martiano de no comprometer la justicia por los modos equivocados o excesivos de pedirla.