Amamos el humor marciano de Takeshi Kitano
Feliz manera de acabar una Mostra que no se ha caracterizado por su sentido del humor. En “Broken Rage”, Takeshi Kitano presentaba fuera de concurso un experimento irresistible que funciona como sintético resumen (¡una hora de metraje!) de su carrera. Como la cara A y la B de un disco antológico: primero el Kitano vestido de sicario lacónico, brutal e implacable, un gangster jubilado que se ha escapado de una película de Bresson; después el Kitano de “Humor amarillo”, el que patea su imagen icónica hasta hacerla añicos, el marciano que hace lo que le da la gana porque nada le importa.
Hay en “Broken Rage” un impulso autodestructivo que Kitano comparte con las últimas películas de Jerry Lewis, y que el cineasta japonés lleva practicando desde la época de “Glory to the Filmmaker” y “Takeshis”. Solo que aquí no hay un ápice de amargura en sus gags venidos del espacio exterior. Está el placer de crear sin rendirle cuentas a nadie.
También en la sección oficial fue un día feliz. “Love”, del noruego Dag Johan Haugerud, es la tercera parte de una trilogía (la primera, “Sex”, se estrenó en la sección Panorama de la Berlinale; la tercera, “Dreams”, aún no se ha estrenado) dedicada a retratar las relaciones sexoafectivas en la sociedad contemporánea. O, mejor dicho, en la noruega, donde todo parece hablarse desde una postura franca y civilizada.
En “Love” se habla, y mucho, como en una película de Eric Rohmer, y, de algún modo, la uróloga que la protagoniza podría ser el contraplano equilibrado de la Delphine de “El rayo verde”, porque, en su caso, no parece preocupada por no tener pareja, no sueña con príncipes azules que destiñen. Más que sobre el amor en tiempos de Tinder (o de Grindr: hay otro hermoso personaje, el de un enfermero gay que ha nacido para cuidar), el filme habla de la empatía. No solo se explicita la necesidad de ejercitarla, sino que Haugerud consigue que las imágenes de “Love” lo sean, nos acojan en su seno como si se pusieran en nuestro lugar.
En realidad, el cine del chino Wang Bing también nos obliga a ponernos en el lugar del otro. Su cámara no interviene, pero está presente como si le fuera la vida en ello. Por eso sus documentales -del que “Youth: Homecoming”, cierre de una trilogía dedicada a los jóvenes que trabajan en la industria textil de la ciudad de Zhili en condiciones infrahumanas, es una muestra magnífica- están repletos de momentos banales, donde parece que no ocurre nada significativo.
La duración es aquí un elemento capital, porque es gracias a ella que sus objetos de estudio se sienten acompañados, y el espectador se sumerge en el mundo retratado sin necesidad de que nadie lo explique. En “Youth: Homecoming” volveremos a sentir los turnos de trabajos infernales, a ver los espacios sucios y desconchados, a percibir la camaradería y la competitividad entre los trabajadores, y sabremos de dónde proceden porque vuelven a casa, a un hogar precario y empobrecido al que intentan aportar una pequeña fuente de ingresos.