La tentación
Sin duda, la tentación ha de ser grande.
Si uno se tiene como el héroe de la transformación de un régimen, cómo no intentar plasmar en la Constitución los postulados de aquella. Esa parece la lógica presidencial que, incluso, en días podría coronar esa fascinación, incorporando a El Grito —la más apoteótica escena del poder en México— ¡viva la reforma del Poder Judicial! ¡Mueran los organismos constitucionales autónomos!
Sucumbir al arrebato a punto de dejar el poder implica un contrasentido: debilitar la solidez de lo realizado y la posibilidad de darle continuidad al proyecto. Eso sucede cuando se pasa de la humildad a la jactancia política en el ejercicio del poder.
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Sin especular sobre la radicalidad, el ritmo y la velocidad de la gestión presidencial, si en las elecciones de 2018 o 2021 hubiera contado con el impresionante cúmulo de poder obtenido apenas dos meses atrás, Andrés Manuel López Obrador avanza ahora en dirección de un destino incierto que, a la postre, puede ser un retroceso.
En el ocaso de su mandato, el Ejecutivo está en condición y posibilidad de tocar las vértebras de la Constitución y buena parte de los cuadros del movimiento que aún lidera lo instan o simulan instarlo —por convicción, disciplina, miedo, oportunismo o abyección— a hacerlo sin advertir(le) el peligro supuesto. El dicho del hoy presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, es uno de los más elocuentes: “No hay poder sobre la Tierra que pueda detener nuestro proceso legislativo.” ¿En serio?
El argumento más patético, el del coordinador de los senadores de Morena, Adán Augusto López, quien considera que la mayoría parlamentaria calificada en el Senado se integra con el 85.3 de los legisladores. De seguro, con llevar al pleno el brazo y la mano de un senador para votar y los pies para legislar, la mayoría calificada estará completa. Patético el argumento.
Más allá de coincidir o no con él, es más sensato el señalamiento de René Bejarano, hecho en Entredichos de El Financiero de TV del martes pasado, argumentando que si la primera, la segunda y la tercera transformación —la Independencia, la Reforma y la Revolución— consagraron sus postulados en las constituciones de 1824, 1857 y 1918, la cuarta transformación debe hacer lo mismo elaborando una nueva Constitución o reformando a fondo la actual. “Es ahora”, dice Bejarano.
Lo asombroso es que, a sabiendas de la aventura, no haya un cuadro político guinda, verde o rojo, que prevenga al mandatario de un absurdo: dejar el poder, saliendo no por una gran avenida, sino adentrándose al fondo de un estrecho callejón adonde arrastra a la sucesora.
Una transición así no es de terciopelo.
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A nadie escapa la emoción que en el mandatario suscitan los símbolos épicos y lo que, de seguro, le significaría anunciar la reforma de la Constitución en un emblemático festejo patrio. Ojalá la premura por sacar adelante la reforma del Poder Judicial no responda al interés de tenerla lista el 15 de septiembre, a fin de poderse referir a ella en la ceremonia de El Grito.
De acuerdo con el antropólogo y sociólogo francés ya fallecido, Georges Balandier, esa ceremonia constituye una de las dos mayores escenas de poder en México. Desde el balcón central de Palacio Nacional, con la banda tricolor terciada al pecho, la bandera tricolor en la mano izquierda y en la derecha la cuerda que mece al badajo para hacer tañer la campana de la libertad, dictar quien vive y quien muere y recibir, en coro, el respaldo multitudinario, no es cualquier cosa. Más allá de su original carácter libertario, El Grito hoy es un emblemático acto de poder concentrado en la figura presidencial. Tomarse la licencia de añadir a los vivas y a los muera de El Grito —¡Muera la injusticia! ¡Viva la reforma del Poder Judicial!— o lanzar puyas en defensa de la soberanía rayanas en la provocación o la confrontación sería un exceso.
Aprovechar la ocasión, sobre todo, siendo la última vez que el mandatario se asomará esa noche al balcón y escuchará a la multitud respaldar su grito, para anunciar la reforma de la Constitución debe ser una gran tentación. Sin embargo, los fuegos que iluminarían ese acto de jactancia política podrían no ser de artificio. A ver si la escena no cobra vida el próximo quince de septiembre.
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Hay consenso en la necesidad de emprender una reforma a fondo del Poder Judicial y revisar (no de desaparecer) los órganos constitucionales autónomos, pero no en torno a la propuesta formulada por el Ejecutivo y aprobada con ligeras modificaciones en su capítulo judicial por la mayoría calificada por Morena y sus aliados en la Cámara de Diputados.
Insistir en sacar adelante a cómo dé lugar esas enmiendas constitucionales sin tener claro su costo, efecto y resultado es un albur que, en el ansia de consagrar los postulados de la pretendida Cuarta Transformación en la Constitución, podría terminar por frustrarla, poniendo en riesgo sus pilares y complicando, por lo mismo, la continuidad del proyecto lopezobradorista.
Más allá del impacto presupuestal de una elección de la dimensión y la complicación para renovar el Poder Judicial, inquietan los efectos económicos, políticos y diplomáticos de acción retardada que pudieran provocar por la desconfianza que genera, así como si el resultado de ella sería el abatir la corrupción y garantizar el acceso a la justicia. La combinación adversa de esos factores podría resultar desastrosa. Poco habría qué celebrar.
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Sacrificar la humildad por la jactancia política en el último momento es un error de impredecibles consecuencias. Más de uno que ha querido trasponer el umbral de la historia como héroe, ha visto el derrumbe de su pedestal por construir antes de tiempo su propio monumento.