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Cuando todas las paradas llevan a Eduard Fernández: "Es muy positivo que entre grupos de gente defendamos derechos básicos"

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"Por si no volviese, venderías el barbecho: el Pinto te dirá quién es el que lo compra. A Maria Antonia, la de Gonzalo, le di a guardar el mismo sillino con un billete de cinco duros. Las cabras las venderías enseguida, para que no puedan comérselas y el cochino, harías lo mismo y liquidarías con la señora Manuela, la del pan. Y sin más, adiós. Tu esposo, Diego Vital. Y el reloj para Manolo". En este brevísimo testamento redactado en el borde temporal del comienzo de la guerra civil por parte de un jornalero de Extremadura antes de que el 6 de octubre del 36, en Valencia de Alcántara, los falangistas lo mataran, parece transparentarse gran parte de la esencia atávica que delimita y sostiene, todavía hoy, nuestra maltratada memoria histórica.

Porque en este país, como decía Manuel Vicent en entrevista con este periódico hace unos meses, "se pasó hambre, aunque a la gente parece que se le olvida". Como también parece borrar en masa esta sociedad anestesiada, tan selectiva a veces con el recuerdo de las heridas comunes, la importancia del origen, la relevancia de la raíz, la auténtica cuna afectiva en la que nace todo lo que está dentro.

Es precisamente ese lugar arraigado de procedencia lo que condiciona y explica la vida y la emocionante figura del heredero de ese reloj que mencionábamos al inicio, Manolo Vital, en la que se inspira el último trabajo cinematográfico de Marcel Barrena. Envuelta por esa calidez visual del cine social de denuncia que coloniza narrativamente la gesta de los héroes anónimos, "El 47" narra la lucha emprendida por este conductor de autobús extremeño –al que da vida un colosal Eduard Fernández– que emigra a la barriada catalana de Torre Baró con tan solo 24 años huyendo del despotismo caciquil de la España de los señoritos franquistas y que en la década de los setenta, años después de su llegada y su asentamiento vital -matrimonio con una entrañable monja que colgó los hábitos por amor mediante- en esta zona injustamente olvidada de la ciudad condal, decide secuestrar el autobús que conduce durante una de las jornadas de la ruta para demostrar que la línea metropolitana no solo debía, sino que podía llegar hasta un barrio incomunicado repleto de carencias, pero también de la dignidad inconmensurable de sus gentes.

Nos sentamos a conversar sin prisa con Fernández, uno de esos intérpretes mayúsculos de nuestro cine que sigue considerándose un privilegiado por poder vivir de un trabajo que ama y encarando con una insaciable curiosidad de niño, de lúdica aventura asumida, cada proyecto. Tanto, que como siga brindando actuaciones memorables (recordemos que acompaña su imparable racha de estrenos con otro que llegará en octubre a las salas, "Marco", cinta en la que ofrece, según las críticas que por el momento llegan desde Venecia, uno de los mejores papeles de su carrera) va a conseguir incluso que nos lo creamos. El actor lamenta la progresiva desaparición del concepto de vecindad que siempre han propiciado los barrios, levantados la mayoría sobre ese tejido embrionario de confianza en el otro: "antes todo el mundo se conocía, se sabía el nombre de quien le vendía el pan. Ahora ya no. No sabemos cómo se llama el frutero de abajo, ni el vecino". Al menos ahora, gracias a esta película y a la generosidad interpretativa de Fernández, conocemos el nombre de un hombre bueno.

¿Qué clase de leyenda circulaba en Barcelona en torno a la figura de Manolo Vital?

En Barcelona siempre ha habido el run run de que hubo un tío que secuestro un autobús una vez y lo llevó a Torre Baró, no mucho más. Concretamente a mí no me había llegado mucho más. Luego evidentemente me he informado mucho, me he documentado, he observado su vida, sus gestos. Para hacer este trabajo hay un trabajo de más que tiene que ver con la composición del personaje que a la vez te facilita el lugar desde el que uno habla. Trabajar mucho para luego ser muy libre a la hora de estar interpretando. Hacía mucho calor durante el rodaje. Siento que este es un personaje amable, afable, bonito. Es un buen hombre, un emigrante.

Algo que como catalán imagino que te resuena con fuerza, toda esta cuestión de los orígenes o las reminiscencias familiares procedentes de otras comunidades autónomas.

Claro, yo soy de Barcelona y mis cuatro abuelos emigraron. Tres de ellos desde Castilla y una desde La Rioja, por eso he veraneado mucho tanto en Haro como en Barbadillo del Mercado (Burgos). Me gusta mucho tocar interpretativamente la figura del «charnego», le tengo mucho cariño y de hecho siempre se me ha quedado clavado en la lista de cuentas pendientes no haber hecho el Pijoaparte de la novela de Marsé "Ultimas tardes con Teresa". Pero siento que, de alguna manera, Manolo tiene en el fondo algo de eso. Es un héroe sin querer serlo, porque toca, porque alguien tiene que hacerlo. Ocurrió algo muy hermoso y es que durante el rodaje hubo un día en el que una mujer se me quedó mirando de manera muy fija y empieza como a llorar: era un familiar de Manolo, su hermana. Me dijo: "Es que estoy viéndole a él".

¿También habéis trabajado con gente real del barrio verdad?

Sí, sí, esa ha sido una de las mejores partes sin duda. Gente que tenía apenas seis años cuando Manolo secuestró el bus y que te hablaban de sus recuerdos con mucha emoción. Eso te llega porque asumes que tienes la responsabilidad de tratar bien a ese personaje, de tratarlo con respeto y hacerlo lo mejor posible.

¿Crees que hay una tendencia generalizada en este país y más particularmente en Cataluña a la hora de olvidar de forma consciente los orígenes o incluso renegar de ellos?

No creo que sea especialmente destacable en Cataluña, sino que tiene que ver con una vergüenza de clase. Con no querer admitir "mis orígenes eran más bajos de lo que yo quisiera" que tiene que ver con el pudor y el orgullo de mucha gente. Gran parte de Cataluña la construyeron los emigrantes y es muy bonito contar la historia de alguien que ha construido parte de Barcelona literalmente con sus manos. Que hoy en día alguien hago con sus manos es algo que valoro muchísimo, que me emociona. Sea lo que sea: un pastel, una casa, un cuadro. Es bueno saber que los españoles han sido un pueblo de mucha inmigración. Vengo de rodar en Chile y allí hablan mucho de la inmigración española y hostia, como español pienso que lo tenemos un poco olvidado. Estamos en el Primer Mundo, hemos llegado a serlo y ahora el cuento cambia, ahora son ellos (los que un día fuimos nosotros) los que vienen a nuestro país, que es lo que ocurre actualmente. Creo que es bueno acordarse de que nosotros también lo hemos hecho, nuestros ascendentes lo han hecho y que todo el mundo que emigra lo hace huyendo de su país por motivos graves: hay gente que se juega la vida. Y luego hay otro motivo, hablando en plata: necesitamos la inmigración para puestos de trabajo, para pagar nuestras pensiones. Hay que ver cómo se gestiona eso y cómo se administra de a mejor manera posible, pero está claro que negarla es absurdo porque la necesitamos.

Resulta particularmente emocionante observar cómo el acto de resistencia pacífica protagonizado por Manolo responde a un ejercicio de lucha colectiva ¿Sigues creyendo en la capacidad transformadora de la movilización ciudadana?

Sí, sin duda. Soy muy poco ingenuo en las cosas que ocurren y ahora cuando casi todo se basa en la individualidad como si eso fuese un valor me doy cuenta de que lo que se intenta es restar el valor del trabajo colectivo, de la asociación de la gente. Es muy bueno y muy positivo que entre grupos de gente defendamos cosas y derechos básicos. Manolo era un hombre que a final lo que estaba defiendo era la dignidad: del ser humano, del grupo y de los emigrantes. No lo decía con el grito, sino con el convencimiento de que era un derecho. En ese momento, igual que ahora, los derechos eran muy básicos. El agua, la luz, el transporte, la educación, el transporte, la sanidad. Hoy en día, que parece que todo está resuelto, hay graves problemas. Se está rebajando la sanidad a unos niveles tremendos cuando en España siempre hemos tenido una sanidad pública extraordinaria. Y luego, el tema de la vivienda, es una auténtica barbaridad cómo están los precios en muchas ciudades españolas. Esa lucha tiene que ser colectiva, por el bien de todos.