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París celebra el surrealismo

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Hace unos días visitaba París y, para mi sorpresa, no olía nada a surrealismo. Me resultaba creer que la capital de las vanguardias no celebrara como es debido el centenario de la publicación del «Manifiesto Surrealista», redactado por André Bretón.

Pero he aquí que, casi sonando la campana, el Centre Pompidou acaba de inaugurar «Suréalisme. L’exposition du centenaire», la cual permanecerá abierta hasta el próximo 13 de enero. Con esta muestra, el Pompidou pretende recuperar el terreno que, durante los últimos años, ha perdido frente a otros espacios emblemáticos del arte moderno y contemporáneo de la escena internacional.

La nómina de artistas representados resulta inmejorable: René Magritte, Salvador Dalí, Giorgio de Chirico, Max Ernst –es decir, el equipo estrella del movimiento–. Ahora bien, cien años después de su irrupción oficial en la escena vanguardista, una lectura del surrealismo debía aportar algo más que los nombres sacrosantos referenciados en las historias del arte moderno. De ahí que esta gran exposición haya expandido el imaginario del surrealismo por dos vertientes: de un lado, la de las mujeres –con la presencia de obras de autoras como Leonora Carrington, Dora Maar, Ithell Colquhoun o Remeddios Varo–; y, de otro, con los sugestivos ecos que el lenguaje de los sueños y del subconsciente tuvo fuera de Francia –Tatsuo Okeda, de Japón, Helen Lundenberg, de los Estados Unidos, o Rufino Tamayo, de México, son algunos de los nombres representados en la exposición–.

Uno de los grandes atractivos de esta conmemoración organizada por el Pompidou es el carácter inmersivo de la muestra. Tomando como referencia las propias exposiciones organizadas por el colectivo surrealista durante su larga existencia, la interesante labor curatorial ha convertido las salas del museo parisino en un laberinto dividido en 14 capítulos, y en cuyo centro se encuentra, nada más y nada menos, que el manuscrito original del «Manifiesto Surrealista», de Breton.

No nos ha de extrañar que una exposición de esta índole rompa los itinerarios rectos y racionales e invite al espectador a –literalmente– perderse. De hecho, y aparte de que el subconsciente ya suponga un laberinto para la razón, una de las prácticas más genuinas del grupo surrealista era el extravío «esto es: perderse por la ciudad, caminar sin rumbo fijo, buscando la sorpresa de lo que se encontraba tras la esquina». Los surrealistas evitaban los «circuitos oficiales» –aquellos diseñados por la racionalidad de la economía y del mercado–. Deambular se convirtió en una de las expresiones más honestas y fidedignas de su ideario. Y, contra el caminar con sentido y objetivos predeterminados que rige nuestra vida cotidiana, el laberinto propuesto por el Pompidou supone una forma experiencial ya no solo de acercarnos a lo mollar del pensamiento disruptivo surrealista, sino, por añadidura, de sumergirnos en los caminos quebrados de nuestra imaginación. Con «Surréalisme», el amante del arte ya tiene su gran cita para el otoño y, sobre todo, una oportunidad única para celebrar y conocer la gran revolución surrealista.