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Сентябрь
2024

Casi: un cuento de Odette Magnet

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El sol de la una de la tarde aterriza en su hombro derecho. Siente que su piel se derrite como un pan de mantequilla al horno, un hilo de sudor se desliza entre sus pechos y baja vacilante hasta hundirse en su ombligo. Sentada sobre su toalla amarilla, en posición de yogi, acomoda su sombrero italiano de paja rubia. El mar al frente, sin bordes, sin límites,  la mira fijo con una intensidad azul que le acalambra las piernas. Con total desfachatez, desde sus entrañas de verde profundo expulsa un par de olas que prometen. Por unos segundos nada más, la espuma blanca revienta con su melena crespa.

-¡El aperitivo casi está listo, Isabel! ¡Vente a la terraza! -grita Max a la distancia, a sus espaldas, con esa voz que se vuelve ronca cuando quiere disimular cierta urgencia en el llamado.

Max es el rey de los aperitivos. Se esmera, compra buenos vinos, quesos maduros y otros, nuevos. Lo imagina preparando el pisco sour, bien helado, el ceviche de corvina con cebolla morada, el maíz blanco, el rocoto, el carpaccio de salmón con alcaparras sobre un pan negro crujiente. La vida es buena. Su esposo es un gran tipo, sensible, confiable. El hombre perfecto. Casi, como diría él, porque esa es su palabra preferida, aunque él no lo sabe. Con el tiempo ha aprendido a dejarle espacio para sus ausencias y carencias, para que domine sus tiempos, sin prisa, sin instrucciones. La cuida lo justo y necesario. No le da consejos salvo que ella los pida y como nunca los pide, habla poco y escucha más. Ella lo ama por eso, porque no hay nada más seductor en un hombre que una gran oreja. Todo lo demás puede ser tamaño normal.

Comienzos de verano, los primeros días de diciembre, poca gente en la playa. El paraíso. Aún no llega la horda de vendedores ambulantes que anuncian a voz en cuello el pan de huevo, el rico cuchuflí y la palmera. Una pareja pasea a su perro salchicha por la orilla un 

círculo de niños construye algo, no alcanza a ver lo qué es. No hay quitasoles, ni carpas, ni música estridente. Isabel guarda el libro que ya debería haber empezado y decide darse un chapuzón antes del almuerzo. Desde que supo la gran noticia se ha empeñado en disfrutar la vida a concho. Comérsela a manos llenas, sin pedir permiso ni disculpas. Porque ahora es cuando. Los momentos amargos dejan cicatrices profundas y los felices duran un soplo, se esfuman sin dejar huella. Sólo cabe confiar en la memoria, cada vez más frágil, piensa, mientras camina hacia el mar en puntillas porque la arena quema. Tiene el presentimiento de que recordará este día por siempre.  Da pequeños saltos, algo ridículos, y gira la cabeza por encima del mismo hombro derecho como si alguien la estuviera filmando con una vieja filmadora, y ella finge que no se da cuenta. 

El agua está helada, como todas las aguas del mar de Chile. Gélida. Le duelen los huesos de los pies, pero qué diablos, ya es muy tarde para salirse del cuadro. El film corre. Es la única intrépida. O loca. Avanza lentamente hacia las olas, con la mirada fija en un punto indefinido. Siente que la arena se mueve bajo sus pies y como una centrífuga la arrastra mar adentro. Las olas han crecido y revientan estrepitosamente cerca de la orilla. Una tras otra, pasan por encima de su cabeza, con total indiferencia, y la envuelven sólo por segundos en un túnel de agua alucinante. La natación siempre fue su deporte favorito y en la universidad, mientras estudiaba Sicología, la practicaba dos veces por semana en el gimnasio municipal de Peñalolén. Pero eso fue hace tanto tiempo y resulta evidente que a los cuarenta años ya no tiene la musculatura de antes. Tampoco le quita el sueño porque dentro de unos meses tendrá lo que más anheló en la vida, un hijo o hija, qué importa, mientras nazca sano, se dice a sí misma y le da lo mismo ser cursi porque se lo merece y quiere gritar en esta playa vacía que está embarazada y que esta vez sí resultará, no habrá pérdida a los cinco meses y el niño llegará a puerto como si fuera un barco de siete velas. 

Imagina a Max con su hijo en brazos, con su sonrisa ancha y los ojos llorosos porque se emociona con facilidad y pareciera que está a punto de ponerse a llorar. Casi. Pero se aguanta y dice que la guagua es preciosa, casi perfecta y la voz lee sale rara, con un silbido que no calza. De repente la atraviesa el mismo calambre que tuvo sentada de piernas cruzadas hace un rato. Sus pies ya no tocan la arena. Isabel se sumerge bajo las olas que revientan, amenazantes.  Una y otra vez, se hunde y luego asoma la cabeza y aparece en otro punto del vasto océano como si fuera un topo que sale de su guarida. Mira hacia la playa, muy lejos. No logra divisar a ninguna figura humana. Cambia de posición y flota boca arriba para descansar un rato. No resulta fácil porque las olas ahora se levantan como muros enormes. Pareciera que tocan el cielo. Casi. Se han formado unos remolinos profundos que la tironean de un lado a otro como si fuera una muñeca de trapo y piensa en su guagua y ojalá que sea niña porque podrá cuidarla y mimarla, y al mismo tiempo enseñarle a ser una mujer fuerte, autónoma, que le importe el mundo y la gente con menos suerte que ella. Nada de mi princesita, mi reinita y vestidos de tul rosado. Le falta aire, el cansancio se va instalando silenciosamente. La respiración entrecortada y la sensación de que una red va envolviendo sus piernas, desde los tobillos hasta los muslos. No han pasado más de unos minutos, calcula, desde que entró al agua, pero a ella le parece que lleva horas. Agita los brazos por sobre su cabeza como si estuviera saludando, pero no, está gritando ¡auxilio, auxilio! y se muerde la punta de la lengua sin querer. La fuerza del oleaje apaga sus aullidos. No sabe a quién le pide ayuda porque no hay nadie a la vista. Reconoce el pánico anidado en su estómago, resuelto, qué muerte más estúpida será ésta, patética, el corazón le late con la misma fuerza que las olas al chocar contra las rocas. Tiene sal en los ojos y sus dientes comienzan a castañear. 

-No habrá hijos, se acabó-le había dicho Isabel a Max cuando perdieron la guagua hace tres años. Basta de perseguir lo imposible, si no se puede será que así está escrito-remató. Max abrió la boca para decir algo, pero la cerró de inmediato y prefirió poner la oreja. Se sentó a escucharla. Entonces su mujer gritó, golpeó un par de puertas de la casa con sus puños, hizo trizas unas cerámicas que habían traído de su luna de miel en México y, cuando ya estaba agotada, se hincó en el suelo frío de la cocina y, en murmullos, recitó algo parecido a una plegaria. No habían vuelto a tocar el tema hasta que un día cualquiera el médico le confirmó en su consulta que estaba embarazada. Llovía a cántaros en Santiago, pero decidió caminar a su casa. Fueron las quince cuadras más gloriosas de su vida, mojada de la cabeza a los pies. Cuando metió la llave en la cerradura de la puerta de entrada, tuvo la certeza de que los milagros existían. 

Al día siguiente la invadieron las náuseas y los vómitos que ensuciaron la alfombra de su dormitorio porque no siempre alcanzaba a llegar al baño.  Pero no tenía nada más que pedirle al universo. Esto era lo más parecido a la felicidad. Ahora, en medio de este mar deshabitado, vuelven los mareos, el vómito cae en borbotones y ensucia la espuma blanca que se retira en silencio. No siente su cuerpo, pero insiste en avanzar hacia la orilla con manotazos y pataleos torpes. Exhausta, flota, y abre sus brazos en rendición. Imagina, o quizás no, que una ola gigantesca se agacha y la arroja a la orilla como a un pez muerto el día después. Todo se vuelve negro. De pronto abre los ojos y con la vista borrosa se ve tendida sobre la arena mojada. Bota agua por la boca y tose. Siente que un hombre la toma en brazos, camina unos pasos y la tiende sobre una toalla amarilla. Su voz es aguda, como la de un silbido, y le dice perdóname, mi amor, todo fue tan rápido, no supe, te vine a buscar, casi te pierdo. Casi.