La fiebre del oro
Cuando el ministro de Economía Luis Caputo abrió todos los cajones del Estado y descubrió los ladrillos de oro del Banco Central, su alma de apostador le volvió al cuerpo
Según la página Golden Rate, mientras corren estas líneas el valor actualizado del oro en Estados Unidos es de USD2.512,56 la onza troy (31,1034768 gramos), por lo que el gramo cuesta USD80,79. Su precio viene creciendo desde marzo de manera sostenida, con pequeños retrocesos que no les quitan a los gráficos lo que tienen de monte escarpado visto de perfil, en los que el metal es el montañista que tanto se frena por un golpe de apnea coma sigue su paciente camino hacia la cumbre.
Aunque el patrón oro sea una antigüedad de principios del siglo XX desplazada por el dinero fiduciario, y la fiebre del oro del siglo XIX haya sido una épica con menos oro que fiebre, el oro como fetiche todavía no terminó su vida mítica. Lo que explica que hoy haya más de cien reservas de oro soberanas, un ranking en el que la Argentina ocupa el puesto 44° (entre Dinamarca y Finlandia), con 61,7 toneladas, equivalentes grosso modo a 685,5 mastines ingleses adultos, a 1.028,3 Yaninas Latorre y a 555.300 chorizos de cerdo de la carnicería La Campestre, de Junín (Alberdi 189. Teléfono: 0236 442-1649. Domingos: cerrado), a la que estos párrafos le mandan un abrazo de oso.
En el primer lugar de los países que acumulan oro, se corta solo Estados Unidos. Lo siguen Alemania y el FMI. En el puesto 105 aparece Uruguay, con 300 kilos; y las menciones en el fondo de la tabla de Haití, Burundi, Omán y Comoras, que tienen cero gramos, es bullying estadístico, a menos que sus bancos centrales tengan un espacio vacante en las bóvedas esperando la carroza de Prosegur.
De esas 61.7 toneladas de oro argentino, algunas ya no están. La trazabilidad es opaca. Según las pesquisas, desesperadas por la información que el gobierno se niega a dar convirtiendo el Estado Resumido de Activos y Pasivos del Banco Central en un arcano con brillos de fiesta clandestina, “desaparecieron” unos USD1.000 millones en camiones que llevaron los metales a Ezeiza, de donde volaron hacia destinos no declarados. La maniobra tiene el halo nocturno de un golpe boquetero. Y recuerda “poéticamente” lo que decía Osvaldo Lamborghini acerca de que cuando Rimbaud se va para África hay que entender que se viene porque en las pampas argentinas y en África es “todo igual”.
La decisión como de faloperos bajo la tentación irresistible de la reincidencia, tomada por el presidente Javier Milei (autoproclamado sabio de una sola cosa, la joda de mercado, que no es capaz de conectar con ninguna otra) y el ministro Luis Caputo, se descarrila de lo que se sospechaba eran sus vías naturales de navegación. Sacar oro, ¿para qué? Para empeñarlo. El género del suceso –y esa podría ser la verdadera cuestión de fondo– no parece ser de orden económico sino de orden psíquico. En todo caso, más psíquico que económico.
Supongamos que somos jugadores compulsivos, problemáticos, y que nos vamos quedando sin poder de fuego para seguir viviendo dado que, al ser jugadores, seguir viviendo sólo puede ocurrir si seguimos jugando. Ya quemamos el sueldo y los ahorros. El chanchito de los nenes ya fue violentado y restaurado con La Gotita, pero adentro no queda una moneda. Afuera, tenemos deudas y los acreedores ya están peinando la agenda en la letra S de “Sicarios”.
¿Qué se puede hacer? Empeñarnos en un Monte de Piedad, lo que fue el Banco Ciudad en el siglo XIX a escala de los inmigrantes y lo es hoy el Banco de Basilea a escala de la especulación financiera global. Vamos con una pulsera de oro de la abuela, o el lavarropas, o la edición de Destino de Borges, de Bioy Casares, firmamos una hipoteca, nos llevamos la plata y corremos al casino para volver a poner la cabeza en la guillotina del azar. El día de mañana, si la suerte acompaña, volvemos al Monte de Piedad con el dinero del rescate y recuperamos lo empeñado. ¿Y si la plata no está? No seamos pesimistas...
Que Luis Caputo, de Casinos Caputo, haya abierto todos los cajones del Estado frente a próximos vencimientos de deuda y, al ver que los dólares se escurren, le haya echado el ojo a los ladrillos de oro del Banco Central como el croto al churrasco es una salida totalmente lógica para su naturaleza psíquica, deducida de sus actos de gobierno.
Hay que estar en la cabeza del apostador. Juan José Saer, que fue un ludópata de atar, escribió “Del juego del hombre” (Papeles de trabajo II, Seix Barral, 2013) con el propósito de dejar de jugar, siguiendo la estela de Fiódor Dostoievski, que abandonó el escolazo después de escribir El jugador.
Saer dice que para que el vicio por el juego, el alcohol, las drogas y el sexo tengan el estatus de “violencias”, es necesario que el sujeto “las ejerza hasta el fin”. El empezó a ejercer el suyo como recreación durante el velorio de un suicida. Salió del velorio con un amigo, fueron a jugar al Club Sirio Libanés de Santa Fe, y volvieron al velorio.
En su análisis sobre las derivas del juego, dice que “el yo está en el centro del juego porque el juego se relaciona, no sé de qué modo, con la omnipotencia”. Y agrega este telefonazo para Caputo: “Nada es más difícil para un jugador que confesar su ignorancia”; además de que, en la derrota, todo se le presenta de un modo evidente “a posteriori”.
La “especulación posterior”, sobre todo en el perdedor, “consolida el deseo en la ilusión de omnipotencia”. Se refiere al deseo de jugar, y a la imposibilidad de no poder no hacerlo. ¿Por qué el jugador no habría de jugar si, para hacerlo, cuenta con “todos” los poderes?
¿Qué pasa cuando la timba premia al jugador con el éxito momentáneo? Sobreviene la “euforia del triunfo”, y todo “porque el azar, desdeñosamente, había coincidido con nuestros manotazos de ciego”. Pero ese triunfo, dice Saer, “como he observado más tarde en personas que creen haber triunfado en la vida, tiene uno de los efectos más peligrosos que conozco, el de dar la ilusión de lo inteligible del mundo y de la propia dignidad”. Y da este ejemplo: “Léanse las declaraciones de la última estrellita de moda: en seguida se verá que confunde las peripecias de una carrera con el orden oculto del universo”.
Podemos imaginar la embriaguez de Caputo cuando, en la desesperación, descubrió ¡como Perón! que había oro en el Banco Central y su alma de apostador volvió al cuerpo que le corresponde. Apostar para vivir. El alivio fue tan grande que hasta fue capaz de contar en su media lengua de “degenerado verbal” (en eso es libertario de pura cepa) sus fechorías de boquetero: “Es una movida muy positiva del Central. Hoy tenés oro en el Banco Central que es como si tuvieras un inmueble adentro, que no lo podés usar para nada. En cambio, si vos tenés eso afuera, le podés sacar un retorno. Y la realidad es que el país necesita maximizar los retornos de sus activos. Tenerlo encerrado en el Central sin hacer nada para el país es negativo. Es mejor tenerlo custodiado afuera donde te pagan algo”.
Por dios, qué raro que habla. “Movida muy positiva”, “un inmueble adentro” ¿de otro inmueble? No entiendo por qué no dijo “un mueble adentro de un inmueble”. Un placar, un piano, un reloj de carrillón, un tablón con caballetes para contar guita, no sé, algo: le habría dado a su columna de humo un aroma de alfabetización.
Pero si no nos distraemos en las formas de este Caputazo, dicho en el sentido de más grande o sobresaliente de los Caputo que bailan esta danza macabra de Estado, podríamos deducir a qué tipo de timba corresponden sus actividades.
Si nos dejamos llevar por Saer, que se consideraba a sí mismo un jugador de deseo “hasta el fin”, de vida o muerte y de “poner el cuerpo” para que desaparezca en el goce del azar (los órganos y la conciencia inexistentes, “al margen del acontecer”), Caputo es un timbero blando, remoto, sin registro de la pérdida. Es que si lo que pone en juego es el oro del Banco Central, y por más misteriosa que sea su jugada, lo que está probado es que ese oro no es de él. O sólo es de él en una 1/50.000.000 parte. Esa es su tasa de riesgo como jugador.
Saer dice que, después de veinte años de descender a los infiernos del juego, no lo considera una manifestación del “despilfarro burgués”. Lo dice porque él no juega “la que le sobra”, incluso por momentos es de puro pobre que lo hace. Por esa razón, le dio una vergüenza “próxima al remordimiento” enterarse que la oligarquía chilena festejó el golpe de Pinochet en el Casino de Viña del Mar.
Para dividir las aguas que separan jugadores de jugadores según lo que estos pongan de sí mismos, Saer dice sobre esa vergüenza: “Pero yo sé cómo juegan los burgueses: como una forma más de ostentación, sin arriesgar nada, sin poner en tela de juicio ni sus valores, ni su existencia, ni la frágil realidad que el juego representa”.
JJB/MF