Cómo ser princesa cuando las niñas ya no quieren serlo
No me parece un chollo vivir de forma perpetua en Gran Hermano, temiendo que un revolcón con un chico atractivo acabe en la portada de ¡Hola!. No me resulta tentadora una vida de representación
Nunca me ha parecido un chollo ser reina ni ser princesa. Y viendo el ajetreo de la princesa Leonor este verano, me reafirmo. Después de su primer año de formación militar en Zaragoza, una visita oficial a Portugal y una estancia en París con motivo de los Juegos Olímpicos, ayer comenzó su segundo curso de formación militar en Marín (Pontevedra) y a principios del año próximo tendrá que embarcarse en el Juan Sebastián Elcano, tanto si le gusta como si se tiene que atiborrar de biodraminas antes de zarpar. Si la comparo con una mujer de 18 años que acaba de empezar una carrera gracias al sacrificio de sus padres, a las becas del Estado o impartiendo clases particulares para ayudarse con los estudios, como hice yo, es evidente que nacer princesa resulta más cómodo. Pero la comparación es tramposa.
Para aquilatar los privilegios de los monarcas, hay que compararlos con la vida de las elites de su época. Hoy cualquier rico vive con más comodidad. Cualquier heredera de los emporios bancarios o textiles españoles, gana mucho más dinero y dispone de infinitamente más libertad que la princesa Leonor. Si a una gran empresaria le da por usar su avión privado los fines de semana, lo más probable es que ni nos enteremos. La princesa Leonor no ha elegido ni cursar estudios militares -vaya usted a saber si le interesa-, ni la profesión a la que se dedicará -el servicio al Estado- ni casi nada. Cuándo tiene dudas no puede buscar en Instagram “Cómo hacerte princesa en siete pasos” y no elige cuándo ponerse tacones, alpargatas o bailarinas. En una vida de simbolismo y ritual, todo transmite un mensaje, hasta el brillo de un pendiente, y todo se escruta con puñales en los ojos.
No me parece un chollo vivir de forma perpetua en Gran Hermano, temiendo que un revolcón con un chico atractivo acabe en la portada de ¡Hola!. No me resulta tentadora una vida de representación. No me imagino cómo es una infancia en la que nadie te preguntó qué quieres ser de mayor y nunca sentiste desatarse la loca espiral de tu imaginación al responder. Los sueños de Leonor duermen en secreto. Y lo que es peor: cuando nadie te pregunta qué quieres ser, tampoco te lo preguntas tú. Y nunca llegas a conocerte. No me parece un chollo una vida en la que la introspección te conduzca una y otra vez a un pasillo sin salida: la galería de retratos de tus antepasados. Que te regalen una corona se parece a lo que nos explicó Cortázar: cuando te regalan un reloj, eres tú el regalado. Quizá es la princesa Leonor la regalada a una institución y a un país. Y sí, las instituciones son muy importantes, pero a mí me sucede con la monarquía lo mismo que decía Groucho Marx del matrimonio: “Es una gran institución… si te gusta vivir en una institución”.
Hace algunos siglos era un evidente privilegio (de nuevo, comparado con las elites de entonces, y no con los plebeyos). Muchas mujeres nobles vivían en gélidos castillos, amenazadas por la guerra y la violación. Ser reina te garantizaba un inmenso poder si estabas dispuesta a ejercerlo, como Isabel de Castilla, además de comer y dormir sin frío. Ser reina hoy en día te otorga poder simbólico e influencia. También la frustración de que agitarás aquí y allá esa influencia en larguísimas recepciones repetidas año tras año, hasta que te asalte el tedio o el miedo a que un robot te reemplace. Y todo para descubrir que tus palabras pueden haber sido escuchadas o no, porque los otros tienen libertad, eso de lo que una princesa carece.
Yo no sé si a Leonor le hubiera gustado ser escritora, bioquímica o astronauta. Tal vez tenga un impulso humanitario que la hubiera llevado a ser cirujana en Médicos sin Fronteras. O quizá sólo sueñe con recitar unos versos al oído de un chico guapo en una noche de verano. No podrá disfrutar de cometer errores ni de los pequeños placeres de la vida. Sospecho que ni siquiera los echará de menos, pues ha sido educada en la conciencia de que sólo hay una decisión trascendente en su vida: con quién se case. Para una mujer del siglo XIX, cuando pocas disfrutaban de libertad, no era una gran renuncia. Para una mujer del siglo XXI, se me antoja un desgarro.