La música es lo de menos
La derecha sigue perdiendo por goleada la batalla cultural, porque de nada sirve tener a artistas en plantilla si estos son artistas de pacotilla, como Nacho Cano, Miguel Bosé o el notas ese que aparece de vez en cuando en El Hormiguero para decir que somos menos libres que nunca
La música como campo de batalla del fascismo: una historia de usurpación
Estaba en Madrid porque iba a entrevistar a Elio Toffana, pero terminé conociendo a Hide, un malagueño gitano del barrio de El Palo que hablaba, a ratos, como un catedrático de La Sorbonne con la gracia de un chirigotero gaditano, sin perder su sonrisa naíf y los ojos entrecerrados por el sol y la borrachera que tenía, y soltó con su acento ceceante y tostado un Illo, ¿tú sabes de dónde viene el funk? Entonces, Hide lo explicaba por segunda vez consecutiva. El funk viene de lo guarro, de lo sucio; de esos sitios donde ponían música hip hop y estaba to’ el mundo sudao’. Funk significa ‘sucio’. Poco más que un grafitero de treinta y algunos y un loco –brillante– con mucho talento. Decía que estudió Bellas Artes y que es un pintor virtuoso de profesión, que más podía parecer uno de los de rodillo y brocha, de tartera metálica y bocadillo de fiambre; de esos tipos de piropo marrano, pero nada más lejos. “Mira, mis botes no pintan, pegan quejíos; dicen: ay y ole, dolores y remedios. Lo que es la vía”. Olvidé comentar que esta es una columna sobre Hip Hop.
Que un tipo pueda estar, culturalmente hablando, tan ligado a Biggie como a la Virgen del Rocío es un logro –homérico– de la globalización; que un caucásico o un gitano puedan sentir devoción por una cultura fundamentalmente afroamericana, también. La respuesta rápida a esto es que el Hip Hop es un travesaño sociológico de las clases trabajadoras: en el espectro de lo combativo a lo aspiracional, de pelear por tu barrio o querer salir de él, todo tiene –tenía, tuvo– un sesgo de clase que levantaba empatías entre los nadies del mundo. De eso hace tanto que ya nadie se acuerda: vivimos en un momento dulce para los locos en el que cada uno posee su verdad y la capacidad de anular la de los otros. Ahora todo es debatible, desde la existencia de los pájaros a la cisgeneridad de una boxeadora profesional. Por eso, cuando empiezan a aparecer entre los brazos alzados del público en un concierto de rap pulseritas con la rojigualda, sabes que algo no va bien.
El año pasado publiqué un artículo en What's Grindin' en el que hablaba de un tema similar: que el rap es de izquierdas no es debatible (si esta es una columna de rap, tendrá que ser autorreferencial, digo yo); desde entonces recibo mensajes, sobre todo de cubanos y venezolanos, explicándome, sin faltarme al respeto en absoluto y, por supuesto, sin llamarme huevón ninguna de las veces, que en sus países los raperos no son de izquierdas; que el rap es antisistema. El contexto de aquellos países es muy distinto y, en realidad, no tiene que ver con que gobierne la izquierda –Maduro tiene de izquierdista lo mismo que de intelectual–, sino con un establishment enquistado y probablemente ineficiente; cosas de las que, en cualquier caso, la izquierda no tiene culpa alguna. Podría, en aquel momento, haber dicho que el rap no es de derechas y probablemente no habría habido debate.
Desde que los fascistas leyeron a Gramsci tenemos que compartir con ellos teatros y salas de conciertos, bibliotecas y hasta club de lectura; entendieron que el ¡Muera la inteligencia, viva la muerte! de Millán-Astray está genial para exterminar, pero no para gobernar; desde que adquirieron conciencia del concepto de lo hegemónico, han vertido toneladas de dinero en alzar a artistas afines a ideas reaccionarias, racistas, aporófobas o misóginas para dilatar la ventana de Overton y empezar a dar cabida a mensajes con los que disputar a la izquierda una batalla cultural en la que iban perdiendo por goleada. Y la siguen perdiendo, si me preguntan, porque de nada sirve tener a artistas en plantilla si estos son artistas de pacotilla, como Nacho Cano, Miguel Bosé o el notas ese que aparece de vez en cuando en El Hormiguero para decir que somos menos libres que nunca. Han triturado los límites del sentido común para que todo nos parezca legítimo y aceptable; para tener la potestad de llamarte fascista a ti por no querer tolerarlos.
Esta semana, Mowlihawk, un youtuber que hizo un tiempo de rapero hasta que la carencia de talento lo puso en su sitio, ha hecho una entrevista al líder de Vox y se ha quejado de que, por lo que sea, no ha gustado. Pocos días después, el tipo sube una entrevista con Villano Antillano, una de las artistas trans más importantes del mundo y, nuevamente, se queja porque de ella no le ibamos a decir nada, como si tuviésemos que agradecer que haga entrevistas a personas decentes. Hay quien se quiebra el cuello con volteretas argumentales que justifican que Kanye West apoye a Trump, o que Mowlihawk haya entrevistado a Santiago Abascal con la ayuda de ese putero dibujado por Francisco Ibáñez que es el Dandy de Barcelona. Nunca pensé que pondría a Mowlihawk y a Ye en el mismo párrafo, pero así están las cosas. La música es lo de menos.