Las dudas sobre el disparo en la nuca que mató a Calvo Sotelo y empujó a España al abismo
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'Don José Calvo Sotelo' . Esas eran las únicas palabras que aparecían en la portada de ABC el 14 de julio de 1936. Sobre el nombre del diputado monárquico, tan solo su retrato ocupando toda la página. Nada más. Y tampoco hacía falta, pues la noticia había corrido ya como la pólvora a lo largo del día anterior. «A media mañana comenzaron a circular los rumores de que había sido secuestrado en su domicilio durante la madrugada. Aquello produjo en todas partes una extraordinaria impresión. Aseguraban que un camión ocupado por varios individuos había llegado y detenido al exministro de Hacienda, para salir después en dirección desconocida. Al mediodía, la noticia ya no era un secreto para nadie en Madrid. En todas partes se hablaba con extraordinaria indignación del suceso, pues se sabía que la Dirección General de Seguridad no había dado ninguna orden de detenerlo», contaba el diario . El documento que portaban los criminales era, en efecto, falso, pero el diputado gallego decidió acompañarlos de todas formas. Nunca se pudo confirmar el número exacto de aquellos improvisados visitantes que parecían tener mucha prisa por salir de allí. De hecho, su mujer y sus hijos apenas tuvieron tiempo de despedirse de él. Les prometió que les telefonearía en cuanto llegara a su destino... y ya. Nunca más le volvieron a ver con vida. Según el relato del historiador Hugh Thomas en 'La Guerra Civil española', antes de salir por la puerta de su casa, el exministro que había protagonizado gran parte de la convulsa vida política de España en el primer tercio del siglo XX le advirtió a su esposa, con un tono medio sarcástico, lo siguiente: «Te llamaré, a no ser que estos señores me lleven para darme cuatro tiros». Supuso después que la camioneta se dirigía a comisaría, pero se equivocó; tras circular doscientos metros, uno de aquellos hombres se dio la vuelta, le apuntó a la cabeza y le descerrajó dos disparos en la nuca que acabaron al instante con su vida. Acababa de cumplir cuarenta y tres años. El destino bélico del país había quedado sellado en ese mismo instante, en la madrugada del 12 al 13 de julio. Desde entonces, las versiones que han circulado sobre lo sucedido en aquel vehículo han sido muy variadas. Las hipótesis publicadas en los años ochenta por historiadores como Alberto Reig o Ian Gibson defendían que los disparos fueron realizados por Luis Cuenca Estevas, militante socialista y conocido por ser el guardaespaldas de Indalecio Prieto, el exministro republicano de Hacienda y Obras Públicas. A lo largo de los años se ha sostenido que dicho atentado fue una represalia por el asesinato, un día antes, del teniente José del Castillo, sobre lo que también abundaron las incógnitas. Paul Preston y Gabriel Jackson, por ejemplo, siempre apuntaron que este último fue obra de falangistas, mientras que investigadores como Ian Gibson culparon a los carlistas del Tercio de Requetés de Madrid. En 2018, sin embargo, el embajador de España ante la Santa Sede, Francisco José Vázquez Vázquez, revelaba en ABC un documento «judicial, seriado y numerado» que contenía la declaración efectuada en sede judicial por el chófer Blas Estebarán Llorente. Según explicaba, él mismo trasladó hasta el cementerio del Este el cadáver de Calvo Sotelo. También reconocía que, tres meses antes del crimen, el dirigente comunista Jesús Hernández, ministro de Instrucción Pública, Bellas Artes y Sanidad durante la Guerra Civil, le comunicó a un tal Antonio López «que contaban con él para llevar a cabo un servicio con su camioneta-ambulancia». Esta afirmación permite barajar la posibilidad de que existiera una conjura organizada y planificada desde bastante tiempo antes por círculos dirigentes de los partidos de izquierda. De ser cierto, el documento avalaría la tesis de quienes sostienen que, además de a Calvo Sotelo, en la madrugada del 13 de julio también habían intentado asesinar al líder de la CEDA, José María Gil-Robles, y al de Renovación Española, Antonio Goicoechea. Ambos se habrían salvado, sin embargo, por no encontrarse en sus domicilios. «Esa circunstancia impidió que la razia criminal de aquella noche descabezara violentamente de sus principales dirigentes a los partidos de la oposición parlamentaria al Gobierno del Frente Popular», escribía Vázquez. En su libro 'El camino al 18 de julio', Stanley G. Payne ya apuntó las sospechas que tenía el diputado monárquico de que se encontraba en la diana de los socialistas: «Antes de los incidentes de junio en el Congreso, el político ya había pedido a las autoridades de la policía que le cambiasen los guardaespaldas que tenía asignados, cuando se enteró de que su principal responsabilidad era vigilarlo más que protegerlo. Y, además, parece ser que recibió la noticia de que estos pensaban asesinarle». Su miedo se sustentaba en el hecho de que tanto Gil-Robles como él se habían convertido en los líderes de la derecha política española, además de los máximos críticos con el Gobierno republicano. El primero era más proclive al formato republicano, aunque despojando a sus argumentos de cualquier matiz revolucionario que los distintos ejecutivos de izquierdas habían introducido en la Constitución de 1931. El segundo, desde una vertiente monárquica. Prueba de este enfrentamiento es uno de los episodios de mayor tensión que se vivieron en el Congreso de los Diputados antes de estallar la guerra. Se produjo el 16 de junio, cuando Calvo Sotelo atacó con dureza extrema, desde su escaño, al Gobierno de Casares Quiroga por su incapacidad para mantener el orden público en una España cada vez más alterada: «Habéis ejercido el poder con arbitrariedad, pero además, con absoluta y total ineficacia». Y añadió: «En vuestras manos, el estado de excepción [...] ha sido un medio de opresión. Muchas veces, un simple instrumento de venganza». Para apoyar esta intervención contra el presidente, Gil-Robles enumeró los ataques a iglesias, atracos, huelgas, asaltos a periódicos, bombas y asesinatos que se habían producido en los cuatro meses anteriores. Y Calvo Sotelo continuó en la misma línea, pero defendiendo ahora al ejército de las insinuaciones vertidas por Casares Quiroga sobre la posibilidad de que este diera un golpe de Estado contra su Gobierno: «No creo que exista actualmente en el ejército español un solo militar dispuesto a sublevarse a favor de la monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera sería un loco, lo digo con toda claridad, aunque considero que también sería loco el militar que, al frente de su destino, no estuviera dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía, si esta se produjera». El presidente replicó al diputado con una respuesta igual de lapidaria: «Me es lícito decir que después de lo que ha hecho su señoría hoy ante el Parlamento, en vista de lo que pudiera ocurrir y que no ocurrirá, le haré responsable ante el país». Y este replicó a continuación: «Me doy por notificado de la amenaza de su señoría. Me acaba de convertir en el sujeto responsable de no sé qué hechos». Muchos años más tarde, el presidente de la Generalitat, Josep Tarradellas , confesó que oyó a la diputada comunista Dolores Ibárruri espetar sobre Calvo Sotelo: «Este hombre ha hablado por última vez». Este ultimátum, sin embargo, no aparece recogido en el 'Diario de Sesiones'. Así llegamos al turbulento año de 1936, con las calles convertidas en un polvorín por los enfrentamientos entre falangistas, comunistas y anarquistas, así como por los violentos debates en el Congreso. La tensión en el campo y en la ciudad era cada vez mayor, con atentados frustrados en uno y otro bando, como el sufrido por Francisco Largo Caballero en su propio domicilio. Así continuó todo hasta que, el 12 de julio, la situación se hizo insostenible con el asesinato de José del Castillo, un teniente de la Guardia de Asalto de treinta y cinco años, pariente lejano del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera. Como miembro de este cuerpo de policía creado por la República en 1932, el día de su muerte una militante socialista le advirtió de que su vida corría peligro. Castillo no hizo caso y se fue a dar un paseo con su esposa antes de incorporarse a su puesto. Cuando se dirigía hacia el cuartel a eso de las 22.00 horas, como todas las noches, cuatro pistoleros de extrema derecha le dispararon a quemarropa al doblar la esquina de la calle de Augusto Figueroa con Fuencarral, en Madrid. No le dio tiempo a sacar su arma reglamentaria y murió poco después en una casa de socorro cercana. Su cadáver fue llevado a la Dirección General de Seguridad y algunos policías y compañeros de la víctima se concentraron en el cuartel de Pontejos de la Guardia de Asalto. Allí se clamó venganza por este y por otros crímenes cometidos por pistoleros derechistas, tales como el asesinato del capitán Carlos Faraudo a principios de mayo. En su obra, Thomas cuenta que un grupo de policías se quejó al ministro de la Gobernación, Juan Moles, de la muerte del teniente y le pidió autorización para detener a algunos falangistas clandestinos. Al parecer, este aceptó con la condición de que fueran entregados a la autoridad competente. Según lo apuntado por el documento del embajador ante la Santa Sede, lo que ocurrió a continuación estaba planeado con meses de antelación. El relato de otros expertos, sin embargo, apunta a que se improvisó en aquel mismo momento. Sea como fuere, varias camionetas salieron de Pontejos con la lista negra. La primera dirección resultó que era falsa y los nervios fueron en aumento. Alguien propuso arrestar a Goicoechea, pero no se encontraba en casa. La segunda opción fue Gil-Robles, pero estaba veraneando en Biarritz. Siguieron conduciendo por la calle Velázquez y a alguien se le ocurrió que debían detenerse en el número 89, donde vivía Calvo Sotelo. Llegaron alrededor de las tres de la madrugada con el pretexto de efectuar un registro. Poco después de entrar en la casa sin la pertinente autorización, exigieron al exministro que les acompañase a la sede de la Dirección General de Seguridad. Según el relato de su hija Enriqueta, Calvo Sotelo preguntó sorprendido: «¿Detenido? ¿Pero por qué? ¿Y mi inmunidad parlamentaria? ¿Y la inviolabilidad de domicilio? ¡Soy diputado y me protege la Constitución!». Uno de los milicianos se identificó entonces como oficial de la Guardia Civil y este aceptó acompañarlos. Fue entonces cuando Luis Cuenca, miembro de las Juventudes Socialistas, le disparó en la nuca a Calvo Sotelo. La bala salió por el ojo izquierdo y se produjo pérdida de masa encefálica, según dictaminaron los forenses. El crimen se produjo a bordo de la camioneta número 17 de la Guardia de Asalto. El cadáver fue abandonado una hora después en el cementerio del Este. Según Payne, cuando fue informado del crimen, el director del diario El Socialista, Julián Zugazagoitia, exclamó: «Este atentado es la guerra». Y no se equivocó.