Los supervivientes de la mayor masacre de la Guerra Civil: «Al despertar, tenía los intestinos colgando»
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Hasta hace poco, Juan Ortiz solía ir todas las mañanas a leer el periódico a la misma plaza en la que, el 25 de mayo de 1938, sobrevivió al bombardeo más devastador y sanguinario de la Guerra Civil . Un ritual casi masoquista si tenemos en cuenta que, durante toda su vida, tuvo presente la imagen de sus intestinos colgando, de su hermano en el suelo medio muerto por la bomba que le cayó a pocos metros y de su padre gritándole desesperado, con las manos en alto, que corriera tan rápido como pudiera en medio de las explosiones. Ese es el último recuerdo que tenía de él, ya que pocos segundos después se convirtió en uno de los trescientos civiles que perdieron la vida en el Mercado Central de Alicante como consecuencia del ataque indiscriminado contra la población por parte de la aviación nazi. «Se lo estoy contando a usted y parece que lo estoy viviendo ahora mismo», contaba Juan a ABC hace una deácada, sobre una masacre que jamás tuvo la repercusión de aquella otra que los nazis perpetraron en Guernica un año antes y que se saldó con menos muertos que la de Alicante. La diferencia es que esta última no contó con una obra de Picasso que la denunciara e inmortalizara y cayó en el olvido durante los cuarenta años de dictadura. A esto se sumó la dejadez por parte de las autoridades de la democracia para esclarecer los hechos. Así los explicaba, en 2018, el profesor Pedro Payá, coautor de La aviación fascista y el bombardeo del 25 de mayo de Alicante, en elDiario.es : «El bando rebelde no tuvo más remedio que hablar de Guernica por la fama que adquirió el cuadro, aunque solo fuera para decir que habían sido los incendiarios republicanos los que habían arrasado la ciudad. En el caso del Mercado de Alicante no hubo imágenes ni testimonios que lo elevaran a símbolo de la barbarie del desarrollo de la técnica». Juan era un niño de nueve años en una ciudad que permaneció alejada de los frentes al comienzo de la guerra, pero que se vio afectada por la gran cantidad de refugiados que tuvo que acoger, las sucesivas movilizaciones de quintas, el alza de los precios y las dificultades para encontrar bienes de primera necesidad. En los primeros tres meses y medio no sufrió ni un solo ataque aéreo. El primero se produjo en la madrugada del 5 de noviembre de 1936 y causó dos víctimas mortales. El culpable fue un hidroavión alemán Heinkel He 59 de la AS/88 que despegó de la base de El Atalayón, en Melilla, y soltó diez bombas. A partir de ese momento, la frecuencia aumentó. El 28 de noviembre la aviación nazi regresó con el objetivo de arrasar los depósitos de Campsa, esta vez con dieciséis aviones Junkers Ju 52/3 que llegaron de Melilla como represalia por la ejecución del fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera , en la cárcel de Alicante ocho días antes. Este ataque se llevó a cabo en varias tandas y se lo conoce como «el bombardeo de las ocho horas», en referencia a su duración. Los 160 explosivos que cayeron provocaron numerosos destrozos materiales tanto en la ciudad como en la isla de Tabarca. Al día siguiente, varios milicianos sacaron a 51 presos políticos de la misma prisión para asesinarlos en el cementerio de San Blas como venganza y sin juicio previo. A medida que aumentaban los bombardeos, la población comenzó a huir en desbandada hacia las huertas y las casas de campo que tenían en el extrarradio. Todas las tardes, Juan veía a sus amigos salir de la ciudad con sus familias para volver a la mañana siguiente a sus trabajos. A esta rutina se la bautizó como la «columna del miedo» y tenía como fin alejarse de los ataques, que solían producirse a esas horas. Nuestro protagonista no tenía ninguna parcela a la que escapar. «Mi padre, que se llamaba Baltasar, siempre nos decía a mi hermano de diez años y a mí que, cuando escucháramos las sirenas, saliéramos del colegio y fuéramos corriendo en su búsqueda para escondernos con él en los bajos del mercado, que es donde trabajaba», explicaba Ortiz. Hasta aquel día, la población de Alicante se resguardaba donde podía, pues aún no había refugios. Se ocultaba en los sótanos o en los edificios más sólidos, como en el teatro Principal, bajo las bóvedas de la plaza de toros o en los mencionados bajos del mercado a los que acudía Juan junto con su padre. A finales de 1937, el Vaticano condenó los bombardeos que se habían producido en Barcelona y Alicante, algo que no sentó muy bien a Franco. En enero de 1938, siguiendo esa misma política, el Gobierno republicano anunció que abandonaría los ataques aéreos en ciudades abiertas e intentó crear una comisión internacional, supervisada por los británicos, que vigilara que no se lanzaran ofensivas de este tipo. Al enterarse de esta iniciativa, el bando sublevado negó que hubiera bombardeos sobre la población civil y los calificó de «daños colaterales». Juan y su familia sabían muy bien que no era así, sobre todo cuando en los siguientes meses la guerra entró en uno de sus momentos más críticos. Los nacionales recuperaron Teruel y, en abril, llegaron al Mediterráneo y aumentaron los bombardeos aéreos sobre Alicante. La población comenzó a mostrar síntomas de cansancio, a pesar de que las autoridades locales habían establecido un sistema de vigilancia y estaban construyendo refugios. Estos fueron costeados con el pago de una cuota familiar y la imposición de un impuesto extraordinario. En agosto de 1937, la ciudad ya contaba con 41 que tenían capacidad para más de veinticuatro mil personas. A pesar de ello, durante aquel año se habían producido cinco bombardeos aéreos que habían causado cuarenta y seis muertos. Cuando Alicante despertó el 28 de mayo de 1938, sus vecinos no se imaginaron que aquel día iban a sufrir la peor tragedia de la ciudad en el convulso siglo XX. Hacia las once de la mañana, nueve aviones en grupos de tres penetraron por el puerto en dirección al centro de la ciudad. «Siempre que se acercaban, sonaban antes las sirenas para que nos diera tiempo a acudir a los refugios, pero aquel día no lo hicieron. Fue un error muy grande porque avisaron cuando las bombas ya estaban cayendo», lamentaba Ortiz. Los Savoia dejaron caer aquel día unas noventa bombas en Alicante siguiendo el procedimiento habitual. Despegaban de la base en Mallorca y llegaban en poco tiempo a la ciudad para coger por sorpresa a la población, tal y como relataba Ortiz con todo detalle: «Cuando nuestra profesora se dio cuenta de que nos atacaban, nos dejó salir en busca de nuestras familias. Una vez fuera de la escuela, yo solo vi a un avión sobrevolando nuestras cabezas y soltando fogonazos. En ese momento, mientras corría hacia el mercado, me percaté de que mi padre se encontraba en medio de la plaza avisándonos a gritos, gesticulando con las manos en alto, para que fuéramos corriendo hacia él. No nos dio tiempo a llegar, porque vi a uno de los Savoia italianos caer en picado y me refugié en un corralón cercano desde el que podía vigilar toda la plaza en espera del momento en que pudiera echar a correr de nuevo. Para mi sorpresa, el avión que se había precipitado contra el suelo no se estrelló. Al llegar a la altura de los edificios, levantó de repente el vuelo y soltó una bomba que le cayó encima de la cabeza a mi padre». Se trataba de un ataque masivo, pues en esos momentos también caían bombas sobre las calles Vicente Inglada, Gerona, Ángel Pestaña (actual San Francisco), San Fernando, Pintor Agrasot y Pintor Velázquez, cuyos vecinos corrían despavoridos en busca de un lugar donde ocultarse. Lo mismo ocurría en la plaza Gabriel Miró, en las cercanías del Club de Regatas y en las inmediaciones de varios complejos militares. Para burlar los sistemas de alerta, los aviones entraban desde el mar y se precipitaban sobre las casas tierra adentro. Eso contribuyó a que la población no tuviera tiempo de resguardarse y la matanza fuera mucho mayor. El pequeño Juan, todavía paralizado por lo que acababa de presenciar, vio como otra bomba impactaba sobre la lonja de frutas y verduras del mercado. Era la hora de mayor afluencia, por lo que se produjo una escena espantosa de muerte y confusión. En cuestión de segundos, centenares de cuerpos fueron destrozados mientras los fallecidos y los heridos yacían mezclados en medio de los escombros. Los vecinos acudieron muy rápido al auxilio de los pocos supervivientes que había. Juan continuaba el relato con uno de los peores momentos que pasó: «Una mujer cobijó a mi hermano en una pensión y no le ocurrió nada, pero a mí en el corralón me saltó la puerta encima con una nueva explosión y perdí el conocimiento. Cuando me desperté, tenía los intestinos colgando. Me los cogí como pude con las manos y salí corriendo, aunque, un segundo después, me desplomé de nuevo. Los Savoia seguían ametrallando en picado». Lo siguiente que recuerda Juan es despertarse en el Hospital Provincial, a donde le habían trasladado en un camión junto con los muertos. «Una vez allí, mi hermano se encontró con un carabinero amigo de la familia que le preguntó qué hacía allí. Él contestó: 'Mi padre está muerto, pero mi hermano creo que está vivo'. Este me buscó hasta encontrarme y me llevó a la sala de curas de las mujeres. Fue mi salvación, porque si no habría muerto desangrado», reconocía. Esta escena no es la única que se le quedó grabada. Otras muchas igual de terribles permanecen inalterables en su memoria desde aquel día: «Vi a una niña con las piernas arrancadas que estaba abrazada al cadáver de su madre. Más tarde me enteré de que la pequeña también murió. Antes de que me dieran el alta, mi madre y mis dos hermanos venían cada día a visitarme. Los recuerdo a todos vestidos de negro, guardando el luto, pero nunca me terminaban de contar que mi padre había fallecido. Cuando les preguntaba, siempre me contestaban que estaba herido y que vendría a abrazarme en cuanto se encontrara bien». Como en tantos otros bombardeos, resultó muy difícil precisar la cifra exacta de víctimas, ya que muchos heridos fallecieron en los días posteriores. Las fuentes oscilan entre los 236 muertos que contabilizó la comisión británica que visitó Alicante y los 313 que ofreció el informe del Ayuntamiento franquista. ABC hablaba de 250 en su edición del 27 de mayo, mientras que un documento de la CNT estableció que fueron «cerca de trescientos y una infinidad de heridos». Todas estas cantidades superan a las de Guernica, donde se calcula que las víctimas mortales fueron 126. El bombardeo del Mercado de Alicante es, por lo tanto, el que más vidas se llevó de toda la Guerra Civil. Juan no se había recuperado de las heridas cuando su madre decidió llevarse a la familia a Jaén por un tiempo. Quería alejarse del trauma que suponía caminar por sus calles. Sin embargo, cambió de opinión y regresaron a Alicante poco después. «Ella nos dijo que, si nos tenía que caer alguna bomba, que nos pillara en nuestra ciudad, así estaríamos todos juntos». Ese supuesto estuvo a punto de ocurrir, porque la aviación franquista soltó una en el convento en el que se refugiaban, pero tuvieron la suerte de que no explotó porque se le desprendió la espoleta. Así continuaron hasta el final del conflicto, conviviendo con los cazas rebeldes y sus intensos bombardeos sobre la ciudad. El 6 de junio, por ejemplo, murieron cuarenta y dos vecinos, y el 25 otros treinta y nueve. El último ataque aéreo se produjo el 28 de marzo de 1939. La Comisión Investigadora Británica estableció que el bombardeo había sido injustificado porque no respondía a objetivos militares: «Las tres estaciones de la ciudad no poseen ningún depósito de material de guerra. No existen tampoco pruebas de que, en el momento de los ataques, las operaciones de importación o exportación que se realizaban fueran otras que las de carbón y víveres. Ninguna fábrica de la ciudad se ocupa de la producción de material de guerra. No existen tampoco en la ciudad depósitos de material de guerra ni tampoco tropas». En una entrevista concedida al corresponsal del diario inglés The Times y reproducida en el ABC de Sevilla el 28 de junio de 1939, Franco afirmaba con rotundidad: «El bombardeo de las poblaciones civiles por nuestros aviones no existe. Se bombardean tan sólo objetivos de carácter militar. Es cierto que se producen bajas entre la población no combatiente. Son muy de lamentar, pero el Gobierno rojo, lejos de evitarlas, las procura situando aquellos objetivos militares en zonas ocupadas por la población civil. Después de todo, ellos necesitan y desean esas víctimas para su propaganda».