La Constitución soy yo
Cuando el teniente-coronel Tejero irrumpió el 23F en el Congreso de los Diputados, no solo ocupó físicamente, profanándola, la sede parlamentaria donde reside la voluntad general, sino que atentó globalmente contra todo el sistema constitucional. No en vano, era un intento de golpe militar y en eso consisten los golpes. Podría hacerse un símil (salvando por supuesto las distancias de tiempo, medios y grado de consumación) con los dos autos dictados este lunes 1 de julio por el Tribunal Supremo inaplicando la ley de amnistía. Este pasado 1 de julio varios magistrados del Supremo (por suerte, no todos) han decidido inaplicar, sin más, una ley aprobada por el Parlamento.
No dedicaré más de cinco líneas a argumentar por qué esta ley sí era aplicable a ambos casos. Primero, porque es de una evidencia jurídica extrema. Y segundo, porque otros juristas lo han explicado ya muy bien aquí mismo, en elDiario.es (Josep Lluís Martí, Joaquín Urías o Javier Pérez Royo). En síntesis, siendo cristalina la finalidad de la ley (solo excluir de la amnistía los delitos de malversación que hayan implicado un enriquecimiento patrimonial personal), la decisión judicial no podía ser otra que declarar amnistiados los hechos. Pero el Supremo, ocupando, aparentemente, el espacio del legislador, ha decidido otra cosa, la contraria.
A través de estos autos, el Supremo no solo ha irrumpido en el terreno del legislador, sino que ha trastocado la globalidad del edificio constitucional. Ha irrumpido, también, en el espacio del Tribunal Constitucional (TC). Con ello no quiero, en absoluto, restarle ninguna gravedad a la colonización de funciones estrictamente legislativas, sino, por el contrario, y precisamente, poner de manifiesto que ha podido pasar algo incluso más grave, con afectación al conjunto del andamiaje constitucional. Los damnificados serían no solo los tres poderes “ordinarios” (legislativo, ejecutivo y judicial), sino también el mismo TC, que, hay que recordar, no forma parte del Poder Judicial y ejerce una función externa y superior al resto de poderes.
El Supremo no razona de modo convincente por qué, a pesar de tener dudas de constitucionalidad, no plantea, antes de resolver, y respecto de la malversación, una cuestión de inconstitucionalidad ante el Constitucional. En un extraño proceder, opta, por el contrario, por inaplicar directamente la ley de amnistía.
Como todos sabemos, los tribunales están “sometidos exclusivamente a la ley”: en sus resoluciones deben respetar (aplicándolas) las previsiones de la ley. No es, ciertamente, una regla absoluta: si, por el motivo que sea, el tribunal considera que la ley genera dudas de constitucionalidad, antes de resolver debe (debe, insisto) plantear una cuestión de inconstitucionalidad ante el TC, para que sea éste quien se pronuncie sobre tales dudas. Tras ello, resolverá el caso el primer tribunal (el que tenía las dudas). Pero, lógicamente, deberá hacerlo conforme a lo que haya decidido el TC, que es el intérprete supremo de la Constitución. Así se desprende (también cristalinamente) del art. 163 de la Constitución. Lo que en ningún caso puede hacer el tribunal dubitativo es inaplicar directamente la ley “aprovechando” la existencia de tales dudas y sin pasar antes por el TC. Veremos a continuación, ello no obstante, que esto es, precisamente, lo que, de facto, ha hecho el TS.
Que el Supremo tenía muy serias dudas de constitucionalidad lo indica de modo expreso y en varios momentos el mismo auto: dudas sobre si la ley respeta, entre otros, el principio de igualdad o de seguridad jurídica por su falta de precisión al definir su ámbito. La expresión “beneficio personal de carácter patrimonial” sería, según el Supremo, inadecuada o imprecisa. Las dudas eran, así pues, relevantes y confesas (“se nos antojan fundadas”, dicen los magistrados). Y la vía para plantear la cuestión ante el TC, aparentemente obligada. Pero es justamente aquí donde opera el estratégico cambio de guion: el Supremo “descarta” plantear la cuestión porque se ve capaz de superar las dudas interpretativas y “situar” (son sus términos) la malversación “fuera del ámbito de la ley”. Con este desplazamiento, ya no sería necesario acudir al Constitucional.
Asistimos con ello a la más extraordinaria, mágica e insólita petición de principio: el Supremo tiene dudas de constitucionalidad; estas dudas derivan del modo como está redactada, para la malversación, la exclusión de la amnistía; pero, en vez de plantear la cuestión ante el Constitucional como le obliga el art. 163 de la Constitución, hace de tripas corazón, se sacude de encima las dudas y, “sirviéndose” al mismo tiempo de ellas, se embarca (naufragando un poco o bastante) en un “desafío interpretativo” cuyo resultado lleva, de facto, a “proclamar” la inaplicación de la ley. ¡Extraordinario! Se prescinde, en definitiva, además de la voluntad del legislador, de la intervención del TC. O, lo que es lo mismo, del edificio constitucional en su globalidad.
A continuación, un aderezo desconcertante: respecto del delito de desobediencia (que paradójicamente genera menos dudas), el Supremo sí que inicia el trámite para plantear una cuestión ante el TC. ¿Qué explicación puede tener este proceder? La única posible es que con este delito no se puede acordar la prisión, mientras que con la malversación, sí. Y esto es un tesoro que hay que preservar. No se puede delegar en otra instancia, por mucho que te obligue a ello la Constitución.
El Supremo es autosuficiente. No le afecta la voluntad del legislador. Y no necesita que el TC le resuelva sus dudas de constitucionalidad. “Descarta” al legislativo y al TC. Excepciona, en definitiva, la ley. Decía el jurista nazi Carl Schmitt que es soberano quien decide sobre la excepción. Pues bien, el Supremo es soberano. La Constitución (al menos este pasado 1 de julio) es él.
Por último, alguien pensará que lo expuesto no es tan grave, puesto que, tarde o temprano, tendrá que intervenir el TC, por vía de recursos de amparo, desactivando esta inaplicación unilateral de la ley (es decir, ordenando que se aplique la ley). A ello pueden objetarse, por lo pronto, tres matices: primero, que esta intervención del TC, de llegar, lo hará necesariamente más tarde y no podrá evitar que se haya logrado inaplicar la amnistía durante un cierto tiempo cuya notoria relevancia política no es necesario desarrollar; segundo, está por ver que la aparente mayoría “progresista” actual del TC se mantenga cuando tenga que resolver los recursos sobre la amnistía (no olvidemos la mayor honestidad profesional de los jueces “progresistas” al admitir que les afecta una causa de abstención ni que la última incorporación al TC parece jugar más bien en el “partido” del TS); y, por último, ¿alguien cree que un tribunal que ha decidido hacer lo que ha hecho con una norma con rango de ley orgánica no hará lo que sea necesario para que la hipotética intervención del TC, cuando llegue, sea inocua respecto del objetivo estratégico fijado desde un inicio? Personalmente, no tengo excesivas dudas de que ello será así. De hecho, tengo algunas ideas de por dónde irán los tiros (estrictamente jurídicos). Pero no voy a dar ideas para alimentar nuevos “desafíos interpretativos”. Mi condición de jurista convencido de las bondades del imperfecto pero valioso sistema constitucional y democrático de derecho en el que vivimos me lo desaconseja.