Biopolítica
Para el común de los mortales, la palabra “bioética” se ha convertido en algo ya cotidiano, aunque bajo esa categoría caben actitudes tan diversas como las que van desde la justificación de la eutanasia hasta la penalización del aborto. Bioética es tanto el discurso o la disciplina que se propone reflexionar sobre los límites morales a las biotecnologías como el propio deber moral en ejercicio.
Menos conocido, sin embargo, es otro vocablo, a mi juicio, mucho más importante: biopolítica. Hasta el momento ha sido un término empleado en una esfera más especializada, aunque la pandemia -y la implicación de algunos filósofos en las discusiones públicas- lo puso en circulación por otros predios no tan exclusivos.
Pero ¿a qué se refiere la biopolítica? Alude, como su nombre indica, al dominio o poder sobre la vida, sobre las poblaciones, sobre la salud o el cuerpo. Un dominio o poder, claro está, de corte político, institucional, administrativo. Un poder o dominio, en definitiva, que transforma el horizonte y la comprensión habitual de lo que se entendía por “polis”.
Vivimos en sociedades tan presentistas e instantáneas que apenas nos permiten darnos cuenta de los hitos o eslabones pasados que han traído a la humanidad hasta este mismo momento. Sin horizonte histórico -sin estar abiertos al futuro, pero impulsados por el pasado- no estamos en condiciones de situarnos en el presente. Comprender nuestra posición política hoy requiere ahondar en las estructuras de poder y aclarar lo que significa ser “animales políticos”.
“Alude, como su nombre indica, al dominio o poder sobre la vida, sobre las poblaciones, sobre la salud o el cuerpo”
Me parece que el relativismo no trae causa tanto del oscurecimiento de la verdad como de la alteración radical de la antropología. Lo que quiero decir es que, si es verdad aquello de Protágoras y, por tanto, somos la medida de todas las cosas, lo cierto es que eso indica que somos propiamente nosotros -no la realidad ni ningún otro factor externo- el criterio último y determinante de todo. Esta postura es como subirse a un tren que lleva directamente, y sin paradas, al subjetivismo más radical.
Pero volvamos a la biopolítica, ese continente que nos descubrió Foucault y que, aupados en esos hombros, discípulos y seguidores han continuado explorando. El pensador francés -polémico y audaz- se dio cuenta de que, a inicios de la Edad Moderna, lo que se entendía por poder tomaba otra faz y el control del Estado afectaba a las condiciones de vida, a lo biológico. No se trataba tanto de determinar la muerte, como había hecho el soberano clásico, como de condicionar quién vive. Nada más y nada menos.
Creo que más que Foucault ha sido Agamben el que mejor ha entendido la dinámica sobre la biología, abriendo un camino de estudio sobre la modificación del poder político. Algunos acusan al pensador italiano de exagerado, pues afirma, sin ambages, que la condición biopolítica del poder moderno es directamente totalitaria. Por decirlo con claridad: señala que el espacio político desde los albores del absolutismo hasta hoy es el campo de concentración.
Se acaba de publicar un ensayo de José Luis Villacañas muy interesante que resume y analiza con perspicacia las claves del pensamiento del autor de Homo sacer. Villacañas sitúa a Agamben en el conjunto de los pensadores absolutos, como llama a aquellos de estirpe platónica que se mantienen fieles a un descubrimiento o idea magistral, sin atender a las contingencias históricas. Si se quiere saber lo que implica la biopolítica -así como adentrarse en una de las obras más interesantes del momento presente- recomiendo espigar este verano en las sutiles páginas de Agamben. Justicia viva (editorial Trotta).
La aportación del italiano, regresando de nuevo a la biopolítica, es recuperar una distinción aristotélica que es también clave para ofrecer una política liberadora. Se trata de la diferencia entre el hogar o la esfera doméstica (lo que en Grecia constituía el oikos) del espacio político. Aristóteles explica la distinción de un modo tan sucinto como clarividente: por un lado, se sitúa el campo de la satisfacción de las necesidades, de la perentoriedad existencial; por otro, el de la libertad o lo superfluo.
En muchas de sus obras, recuerda precisamente Agamben una cita de la Política del discípulo díscolo de Platón: el ser humano no está llamado a vivir, sino a vivir bien. Ahí arranca una distinción que adquiere un sentido nuevo a la luz del paradigma biopolítico: según Agamben, cuando la política es lo que nos otorga la garantía de la supervivencia y garantiza que la vida (vida-bios), se vuelve totalitaria, pues el ciudadano vive a expensas del poder.
“Agamben señala que el espacio político desde los albores del absolutismo hasta hoy es el campo de concentración”
Es verdad que, planteado así, afirmar que no existe diferencia alguna entre los campos de concentración y nuestras urbes atestadas de pantallas y coches eléctricos parece exagerado. Con todo, hay que indicar que Agamben alude a las analogías estructurales y, en el fondo, a la dependencia casi absoluta del poder, aunque este se maquille.
Tras Foucault y Agamben, han venido otros. Hay una línea interesante que reflexiona sobre el cambio de la biopolítica y su conversión en tanatopolítica; Juan Arturo Moreno Cabrera ha estudiado con pasión el momento en que el control del poder sobre la vida de los ciudadanos muta en la capacidad de dar muerte. Fenómenos como la eutanasia o el aborto, aceptados sin apenas crítica o reflexión, manifiestan esa deriva.
Se esté o no de acuerdo en estas cuestiones, la filosofía, que estimula la crítica, se parece no tanto al oráculo de un profeta como a los avisos a navegantes que se vocean antes de zarpar. El poder corrompe, afirmaba Lord Acton, y ahí donde se va imponiendo, sin cortapisas o control, amenaza con volverse totalitario. Por eso siempre hemos de estar despiertos, ojo avizor, para evitar que su virus letal se extienda sobre los más inocentes.