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Legitimidad

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Legitimidad

En democracia, la legitimidad la otorgan los votos. Más allá de los resultados legales, que otorgan poder coercitivo y económico a quien gobierna, la legitimidad aporta el poder persuasivo: la aceptación, por parte de la población, del derecho a gobernar. Aunque la fuerza y los recursos son importantes, no es posible gobernar por mucho tiempo sin legitimidad.

Otras formas de gobierno no dependen de los votos. La legitimidad puede provenir de la aceptación de que hay una familia con un derecho innato al gobierno, o de la existencia de una relación especial con lo divino, o la creencia en que un cierto grupo representa el alma nacional, o a una clase social o raza superior. En esas formas de gobierno, la sucesión implica la existencia de una dinastía, una jerarquía clerical, obrera o militar, que reduzcan un poco el riesgo de la disputa por el poder. Lo común, sin embargo, es la violencia asociada a ese proceso.

La democracia busca evitar esa violencia al utilizar un mecanismo que, con sus deficiencias, permite identificar lo que la población quiere. El apoyo de la mayoría ayuda a que los derrotados acepten su destino, se cumplan los plazos y la sucesión ocurra. Para que esto funcione, la competencia debe ser limpia y equitativa. Si no es así, quien ocupa el gobierno tendrá que buscar la legitimidad en otro lugar. El caso más claro en la historia reciente fue la llegada de Carlos Salinas en una elección que nunca se terminó de contar, y su construcción de legitimidad mediante golpes mediáticos, programas sociales y estrategia internacional. Reemplazó la legitimidad democrática, que no tenía (México no era una democracia), con la basada en resultados.

La elección del 2 de junio, hemos comentado aquí, no fue democrática. No hubo condiciones igualitarias, se violó la ley de forma constante (conferencias matutinas, Siervos de la Nación), hubo errores operativos relevantes el día de los comicios y las autoridades electorales nunca cumplieron con su papel de árbitros. En consecuencia, Claudia Sheinbaum no cuenta con legitimidad, aunque su triunfo, y sus mayorías en el Congreso, sean legales.

La dificultad que enfrenta por ello no es menor. Si muchos mexicanos no creen que la elección fue democrática, tendrá que construir legitimidad con otras fuentes. De hecho, la legitimidad con que cuenta es muy diferente: proviene del carisma del líder providencial, quien la ha construido con base en mentiras, recursos y agresiones a sus adversarios. Claudia Sheinbaum es legítima para millones de mexicanos, porque es la heredera del caudillo; no lo es para millones, porque la elección no fue democrática. Como lo muestran las elecciones legislativas, una vez considerando las fallas operativas y la intervención del crimen, los dos grupos son de igual tamaño.

Creo que el dilema está claro: la mitad de los mexicanos espera que continúe lo que el predecesor dice que hace; la mitad espera que se legitime dando resultados. Los que quieren segundo piso están esperando Dinamarca, soberanía energética, pensiones crecientes, militares funcionales. Los enojados quieren seguridad, salud, estabilidad económica y el regreso de los militares a los cuarteles. Lo primero es imposible, lo segundo exige deshacerse del predecesor… pero de él proviene la única legitimidad actual.

A diferencia de Salinas, quien recibió el respaldo del partido y del presidente saliente, y gracias a ello pudo preparar su estrategia de legitimación, Sheinbaum no tiene herramientas para actuar en este momento. Como decíamos la semana pasada, la única salida es la construcción de una coalición que permita resistir el embate del mesiánico. En dos meses, debe estar lista para aguantar 30 días de la nueva legislatura. No encuentro otro camino.