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Июнь
2024

Goyo Perez Companc, el menos común de los hombres comunes

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Goyo Perez Companc convivió siempre con el misterio. También lo supo alimentar. Lejos de caer en la tentación de las luces, los micrófonos y los flashes, se apartó de ese cáliz que sedujo a muchos que tuvieron, e hicieron, muchísimo menos que él. Pocos, muy pocos, le conocieron la voz. Sus escasas fotos públicas son de eventos obligados -como en 2000, cuando las acciones de Pecom Energía empezaron a cotizar en la Bolsa de Nueva York- o relacionadas con su única debilidad conocida, además de su familia: los autos.

Ya desde su origen fue un enigma. Nacido el 23 de agosto de 1934 en Villa Ballester, tenía 11 años cuando Ramón Perez Acuña y Margarita Companc lo hicieron parte de su familia. Biógrafos, como Luis Majul en "Los Dueños de la Argentina" (Planeta, 1992), aseguran que era hijo de un matrimonio humilde -Benito Bazán y Juana Emilia Molina- que lo dio en adopción. Otras fuentes especularon con una historia distinta, a partir del amor que Margarita le profesó desde el momento en el que lo abrazó.

Francesa, católica devota y profundamente piadosa, tenía tres hijos: Alicia (38 años), Carlos (35) y Jorge (34). Les hizo prometer que tratarían a Goyo -como llamaron a Jorge Gregorio para diferenciarlo del menor- como a un hermano más. Doce años después, en 1958, sobre su lecho de muerte, Margarita les hizo jurar que, además del derecho al apellido, lo reconocerían en la sucesión y los directorios de las empresas.

En 1946, el mismo año que entró a su nueva casa, Carlos y Jorge fundaron la naviera Perez Companc. Margarita había heredado campos en Santa Cruz con los que el Estado le había pagado a su padre, un ingeniero francés, por su trabajo en la construcción del ferrocarril de Río Gallegos a Río Turbio. Recién los tuvo en 1941, cuando el mayor de sus hijos varones los reclamó judicialmente. Poco después, los hermanos Perez Companc se embarcaron hacia los Estados Unidos, donde -con un préstamo, originalmente, conseguido para otro negocio- compraron en una subasta cuatro buques cargueros que habían servido en la Segunda Guerra.

Fue como si, en contraste a esa intrepidez, Margarita hubiese descubierto en ese chico robusto y silencioso un ángel especial, algo distinto a lo que veía en sus hijos de sangre. Veló por su educación. Fue al La Salle de Florida. No completó estudios universitarios. Las tempranas partidas de su madre (1958) y de Jorge (1959) aceleraron su inserción en los negocios familiares. Para entonces, gracias a los contratos petroleros que impulsó Arturo Frondizi, la empresa había avanzado hacia la quimera del oro negro. En los años siguientes, a medida que Goyo transfundió sangre nueva al grupo -sus hermanos no tuvieron descendencia-, la energía se convirtió en el pilar sobre el que lo expandió. Cinco décadas más tarde, Pecom era la petrolera independiente más grande de América latina. Tenía intereses en petróleo, gas, electricidad y energía nuclear. El holding, que supo entrar y salir de las privatizaciones, hizo lo mismo en otros sectores: construcción -compró Sacde, luego vendida a Skanska-, banca (el Río, hoy Santander), alimentos (compró Molinos) y retail (construyó Alto Palermo; se lo vendió a IRSA). También, por supuesto, las raíces: el campo (Goyaike, que cría ganado jersey en su adorada Patagonia). Y Munchi's, la cadena de heladerías que lleva el apodo de su esposa, María del Carmen Sundblad.

Gregorio Perez Companc fue, durante décadas, el hombre más rico de la Argentina. Se le llegó a contabilizar una fortuna superior a los u$s 4000 millones. Lo hizo con su estilo: seriedad, sigilo, claridad y una discreción que, en caso necesario, era hermetismo.

Tuvo timing e inteligencia. Lo mostró en 1997, cuando, después de muchas noches en vela, le vendió el Río a los españoles del Santander, en plena ola de arribo de bancos extranjeros en el país. Cinco años después (abril de 2002), también ostentó frialdad. Con las heridas de la devaluación y la pesificación todavía abiertas, se dio cuenta de que, con el dolarizado peso de su deuda, enfrentaría olas innavegables en la industria energética. Petrobras le compró Pecom a sólo dos años del IPO de su buque insignia en Wall Street.

Fue una operación sorpresa, secreta. Desconocida, incluso, para algunos de sus vicarios más fieles, que se enteraron el día del closing. Hasta para uno con el que lo unía una historia de vida similar, al que, un par de semanas antes, había enviado como su emisario al Museo Fernández Blanco, donde se firmó el acta fundacional de AEA, gestada para unir a los grandes empresarios nacionales.

Fue una descripción de Gregorio Perez Companc. Tenía que ser muy especial alguien a quien, de la nada, insertaron en la alta sociedad. A quien muchos influyentes y poderosos intentaron conocer en vano. Sin embargo, se lo podía ver alguna tarde contemplando -y cuidando- la vegetación de la planta baja de la torre de Maipú 1. O compartiendo el mate con el sereno de una sucursal del Río en el interior, a la que había llegado antes de que abriera. Alguien que definía inversiones, compras o ventas de cientos, miles, de millones de dólares. Al tiempo que, guiado por su fe, también decidía decenas de donaciones y obras benéficas. O la construcción del bioparque Temaikén, uno de sus mayores legados filantrópicos.

Tuvo ocho hijos: Margarita, Jorge, Rosario, Pilar, Luis, Cecilia, Catalina y Pablo. Les transmitió valores. Con ese mismo estilo -la discreción-, resolvieron crisis y conflictos internos, como algún desborde puntual que escaló en notoriedad, pecado difícil de perdonar para el credo familiar. O el reciente reordenamiento de activos entre los hermanos, que consolidó el liderazgo de Luis en el nuevo capítulo de la historia del clan.

En 2017, el menor, Pablo, chocó mientras corría las 100 millas de Homestead, Miami. Le removió sus peores recuerdos. Ya había perdido a la mayor, Margarita -bautizada en homenaje a su madre-, en un accidente automovilístico. Tenía 19 años. Puñal que Goyo llevó clavado en el alma hasta el último de sus días. En un mundo en el que muchos ostentan sus fortunas -bien o mal habidas- con lujosos viajes en yates o jets privados, los autos -pasión que heredaron sus hijos- fueron, prácticamente, su único signo de frivolidad. Como cualquier persona. Por más que el destino -o Dios, según su profunda fe- le dio una vida extraordinaria. Una que lo convirtió en el menos común de los hombres comunes. Falleció el viernes 14 de junio. Le faltaban poco más de dos meses para cumplir 90 años. QEPD.