El pacto de impunidad no es aceptable
La politiquería en Venezuela se va pareciendo cada vez más al recorrido fraudulento y brutal de Nicaragua, con una diferencia: en ese país centroamericano no existen los niveles de corrupción pública y privada que sufrimos acá.
Ciertamente, son dos historias distintas, pero con zonas oscuras similares. Cuando Violeta Chamorro ganó en 1990 la elección presidencial (54%) con apoyo de Estados Unidos, la «contra» nicaragüense alzada en armas y gobiernos latinoamericanos como el de Carlos Andrés Pérez (AD), el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) entregó el Poder Ejecutivo, pero se reservó el mando de la Fuerza Armada y se apertrechó en el Parlamento y otros Poderes Públicos nacionales, regionales y municipales. Daniel Ortega Saavedra, comandante sandinista, retomó el poder en 2006 con triunfo electoral del 36%, y así comenzó otra historia: control y manipulación, represión y exclusión, judicialización de partidos y dirigentes políticos y sociales, persecución de periodistas y líderes religiosos católicos, reducido todo a una lúgubre caricatura de «democracia» y «revolución», a la cual muy pocos le apuestan en el ámbito de América Latina y el Caribe.
En Venezuela, esta particular historia comienza en 1998 con la elección de Hugo Chávez Frías (62,46%), y nos trae a la tragedia histórica que sufrimos hoy, en 2024, con 11 años y 5 meses de Nicolás Maduro Moros en el mando, contados a partir del 8 de diciembre de 2012, cuando Chávez tuvo su última comparecencia pública y llamó a votar por su sucesor, que ya ocupaba la Vicepresidencia Ejecutiva de la República.
Adelantada la elección presidencial para el próximo 28 de julio de 2024, Maduro trata de salvarse con el apartheid político-electoral impuesto por el PSUV, sus satélites y testaferros. Partidos asaltados y condicionados judicialmente, corrupción masiva de «dirigentes» polítiqueros, coación, amenazas y brutal control de medios de comunicación social. Persecución política, encarcelamientos ilegales, tortura y muerte en los calabozos, son expresión manifiesta del abuso de poder y la violación sistemática de los Derechos Humanos, bajo el mando de Maduro y sus ministros de Interior y de Defensa, quienes conducen la Policía Nacional Bolivariana, el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) y la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim).
Ese abuso de poder ha venido entrelazado con insaciables delincuentes de la corrupción, quienes desde 1999 se enseñaron contra el erario en forma grotesca y sin precedentes, bajo encubrimiento y complicidad de los gobiernos de Chávez y Maduro. Ese desmadre moral y ético en la función pública extendió sus tentáculos hacia el narcotráfico, el contrabando, la minería ilegal, la depredación ambiental y la asociación para delinquir con bandas criminales organizadas, tanto parapoliciales («colectivos») como las de la llamada «delincuencia común».
La mayoría de estas prácticas delictivas encuadran en el artículo 271 de la Constitución vigente. Llamo la atención sobre la pretensión de fraguar un pacto de impunidad para beneficiar a los responsables de graves delitos de corrupción, narcotráfico y violación de derechos humanos, algo simplemente inaceptable.
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