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Май
2024

"L'Amour Fou", o cómo se nos rompió de tanto usarlo

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Durante décadas ha sido una especie de rito de iniciación, acaso santo sacramento para con la cuestión de la cinefilia. Si Jean-Pierre Léaud llegando a la playa en «Los cuatrocientos golpes» es el bautizo y Jean Seberg vendiendo diarios en «Al final de la escapada» la comunión, Jean-Pierre Kalfon y Bulle Ogier enredándose en la cama son el matrimonio, la primera consumación con la totémica Nouvelle Vague. «L’Amour fou», basílica de cuatro horas largas de duración que imaginó Jacques Rivette allá por el verano de 1967, regresa a los cines de la mano de Atalante, quizá la última casa estatal valiente (y romántica) de distribución, en un ciclo que pretende poner en valor la relación entre Ogier y el mítico director, al que acompañaría también en «Los locos viajes de Céline y Julie» (1974) y «Le Pont du Nord» (1981). Por supuesto, las otras dos películas también volverán a las salas.

A más de 55 años del estreno original del filme en Francia, lo icónico del amor en ruinas que nos contaba Rivette sigue vigente. Más que por lo de la liquidez de las relaciones humanas, y allá Bauman con su humo, «L’Amour fou» destila contemporaneidad en sus formas, avanzándose décadas a su tiempo y narrando la creación de la creación, la película dentro de la película y el «making-off» antes que el propio estreno. «Me sorprende que se vuelva a estrenar, pero me alegra, porque significa que llegará a nuevas generaciones. Y es gracioso, porque llevamos media vida hablando de ella y surgió de una casualidad. Rivette nos vio a mí y a Ogier en una obra de teatro y decidió que hacíamos buena pareja», cuenta extremadamente lúcido, a sus 85 años, un Jean-Pierre Kalfon que atiende a LA RAZÓN desde París, por vía telefónica y todavía activo, compaginando papeles de cine y teatro con su labor como rockero.

La amargura universal

Y sigue: «Si Rivette tenía algo es que era poco convencional, por eso pudimos hacer una película tan excepcional, tanto en fondo como en forma. Pero cuando tú estás formando parte de algo que luego será histórico no te das cuenta. No me pasó con Godard ni con Chabrol, es algo que ocurre después. Lo que sí tenía claro es que todo aquel grupo de cineastas quería ir a la contra de lo clásico, echar abajo los cimientos de lo establecido», se reivindica el intérprete, que aunque estrenó «L’Amour fou» en 1969, la había rodado en 1967, justo antes de marcharse a tocar la batería en mitad de la nada gracias a Godard y la esperpéntica «Week-End».

Narrada y desgarrada a dos niveles, «L’Amour fou» nos cuenta (en 35 mm) el final del idilio entre dos animales del teatro mientras, a la vez (y en 16 mm), un equipo de documentalistas registra el proceso de montaje de la «Andrómaca» que quieren llevar a cabo. «Rivette tenía un plan, un lugar al que llegar con cada escena, pero el resto era una negociación. Nos daba los diálogos cada mañana, al llegar al rodaje», recuerda Kalfon, que hasta el fallecimiento del director en 2016 mantendría la amistad pero que no lo tuvo del todo claro al saber la duración del filme: «Cuando vi que se iba de las cuatro horas dudé. Pensaba que era un error y que no la iba a ver nadie. Pero él, en lugar de enfadarse, me lo explicó. Me explicó que era la única forma de meternos en la cabeza de los personajes, de entender sus motivaciones y de descubrir, en realidad, cómo se les iba rompiendo el corazón», apunta poético el intérprete.

 

Árida para miradas inquietas, pero fervientemente anticanónica, toda la película cabe en eso que Kalfon llama «proceso de descomposición» y que, en realidad, es el combustible contemporáneo de la película: el amor siempre se nos va a romper de tanto usarlo. «Esa amargura, esa tristeza, son universales. Pero creo que el verdadero valor de la película para las nuevas generaciones pasa por entender que, hasta Rivette, nadie se había atrevido a cortar así las películas, fundiéndolas a negro», apunta el actor y cantante en esfuerzo de elogio a uno de esos maestros incontestables que aquí desarrolló en vivo su propio estilo de montaje. El camino que se recorre en la película, el de apagarse como una relación o como la llama de un incendio, es también al que invita Rivette al espectador, bailando cómodo entre la impostura de las escenas más coreografiadas y aquellas que parecen sacadas de un reportaje televisivo.

«Aquello fue magia por osmosis, una conexión casi espiritual, porque yo siempre la vi como a una hermana. Sentíamos fascinación el uno por el otro, pero también con el resto del elenco. Antes me preguntabas si creía ser parte de algo histórico y, pensándolo bien, creo que sí, porque jamás he vivido un respeto al sentimiento artístico de los demás como en aquellos rodajes de la Nouvelle Vague», recuerda empático Kalfon a colación de Ogier, su compañera de reparto y durante años "musa" (pese a lo condescendiente de la palabra) de Rivette. Por ello, y porque durante el Festival de Cannes el cine francés parece querer volver a revisarse, sobre todo en su relación de maltrato a las mujeres, es menester preguntarle a un hombre que lleva medio siglo en la industria: «En lo que yo he visto, no se han producido abusos de poder ni de ningún tipo, pero eso no quiere decir que no hayan ocurrido. Es sano que revisemos nuestros comportamientos del pasado, pero no creo que por ello debamos renunciar al carisma o a la personalidad de uno», se despide el mítico actor, quejándose, con razón, de que ahora se usen palabras como «contenido» o «producto» antes que «película».