Crítica de "La quimera": si las piedras hablaran ★★★★ 1/2
“La quimera” se sitúa, como la carta de “El Colgado” que representa su cartel promocional, entre el cielo y la tierra, observando el mundo desde un limbo invertido. Como Arthur (espléndido Josh O’Connor), un arqueólogo inglés con un sexto sentido para detectar lo que permanece oculto al resto de los mortales, la película se despliega en un estado de suspensión perpetua, levitando entre los vivos y los muertos, entre las reliquias de una cultura milenaria y la revisión ‘povera’ del mito de un Orfeo enamorado.
Tal vez lo más hermoso de “La quimera” es lo difícil que es describirla, acercarse a sus derivas: como ocurría en “Lazzaro Felice”, Alice Rohrwacher digiere la tradición de la historia del cine de su país -con parada y fonda en Rossellini y, sobre todo, Pasolini- para imaginar cómo sería una Italia bajo el signo del matriarcado, cómo filmar la pasión por un fantasma, qué secretos esconde una tumba etrusca, cómo susurran esos objetos preciosos que no están hechos para los ojos de los hombres sino para sus almas. El resultado es menos etéreo de lo que parece, tal vez porque Rohrwacher, que experimenta con diferentes formatos y texturas de la imagen con una osadía nada impostada, hace un cine físico, tectónico, que encuentra la espiritualidad en lo humano y en lo rocoso. Y así, colgados de la belleza de “La quimera”, como perplejos, ya no sabemos escapar de sus enigmas.
Lo mejor:
Es mágica poniendo los pies en la tierra, es atmosférica sin olvidarse de conmovernos.
Lo peor:
Sobre todo en el tramo inicial, sus digresiones, su falta de centro de gravedad, puede resultar desconcertante.