Los trenes y el humor
Aunque ahora le den ganas de llorar algunas veces, los trenes, en otros tiempos, eran motivo de alegría y regocijo, y, vaya, hacían reír y sentirse satisfecho al pasajero. Como debe ser. Y será, Porque no hay derecho —y mucho menos de vía— para que un tren que cobran como de primera, con dinero de primera, tenga una higiene de segunda —de segunda ida y vuelta a Santiago de Cuba sin limpiar ni los ceniceros—; un servicio de tercera —porque como «a la tercera va la vencida», así se siente uno, vencido de no hallar ni agua fría siquiera—; y un horario de cuarta —de cuarta posposición de salida—, porque:
«Estimado pasajero: el tren de las diez y cincuenta de la noche, que dijimos que iba a salir a las doce, porque se estaba arreglando un desperfecto en la planta eléctrica del coche número cinco, y que no pudo salir a las tres de la madrugada porque los electrones que estaban generando la planta eran de pésima calidad, y queremos darle el mejor de los servicios, y que a las siete de la mañana descubrimos que ni uno solo de los electrones esos tenía otra carga que no fuera negativa —y sería el colmo, que no consentiríamos de ninguna manera, obligarlo a viajar en medio de millones de elementos negativos—, que el tren, repetimos, estimados pasajeros, saldrá ahora a las once de la mañana, pero, eso sí, sin el coche número cinco, que ya saben por qué. Rogamos a los señores pasajeros que tenían —o tienen, si todavía no las han botado— reservaciones para el coche número cinco del tren de las diez y cinco, pasen por la ventanilla número tres para devolverles el importe de sus pasajes y puedan, así, ir a coger botellas a la Ocho Vías con algún dinerito para comprar naranjas».
Pero, ya dijimos que no siempre fue así. Ni tiene por qué serlo. Por ejemplo, En España, específicamente en Aragón, se cuenta de un baturro que marchaba en lomos de su burra por la vía del ferrocarril, cuando apareció en dirección contraria un tren silbando a más no poder para que se apartase y el terco aragonés, dispuesto a no cederle el paso. Le gritaba:
—¡Chufla, chufla!¡Como no te apartes tú!
Y también en Islas Canarias, cuando inauguraron los ferrocarriles, un isleñito que iba ensimismado por la vía. Saltando de traviesa en traviesa, mientras a sus espaldas oía el desaforado pitar del tren que se le venía encima, y sabedor de que los trenes solo pitan así cuando tienen un obstáculo delante, pensó para sus adentros: —¿Quién será el animal que está en la vía?
Y es que todo lo nuevo crea confusiones, y más, si como el tren, mete tanto ruido. Se dice que cuando el primer tren de carga circuló a campo abierto, dos guajiritos nuestros, asombrados del largo que alcanzaba y la proximidad a que lo vieron pasar como una flecha, comentaron entre sí: —Menos mal que venía a la «jila»! ¡Que si llega a venir atravesa’o…!
GRAKO / dedeté / 1989