‘Super Mario’ y el gran Khan
LA HABANA, Cuba.- La segunda de las tres veces que chocaron fue en la final de los Olímpicos de Atenas 2004. Para entonces el inglés era un mozalbete de 17 años y el cubano, un peleador de 33 abriles con experiencia ganadora en cuanta competencia convocaba la AIBA.
Hace dos décadas y lo recuerdo como si fuera ahora. Amir Khan, el británico, aún no había incorporado las rutinas circenses que después lo pondrían en el ojo de todos los ciclones, pero ya hincaba los colmillos del talento con un descaro impresionante. En la otra esquina estaba Mario Kindelán, el holguinero, campeón en tres mundiales y también en la cita estival previa.
El combate respondió a las previsiones. Esto es, toro y torero. Khan persiguió al criollo por cada pedacito de tinglado, buscó los intercambios, tiró golpes a destajo, pero (no sin dignidad) cayó vencido por una esgrima superior. Tal como había ocurrido tres meses antes en el torneo preolímpico, Kindelán —esa fuerza más— cargaba con el triunfo sobre el inglesito.
Dicho así, suena hermoso. El peso ligero de Cuba, uno de los pugilistas más vistosos entre los centenares que han pasado por la escuadra nacional, consiguió proclamarse bititular de las lides cuatrienales a despecho de un poder emergente que luego llegaría a monarca mundial profesional.
Técnico a morir, más propenso a la pelea de ‘muerde y huye’ que a la contienda fragorosa, el zurdo insular hizo época en el amateurismo hasta el punto de salir victorioso en 358 de 380 combates. Abultada como los diccionarios, en su hoja de servicios cuentan éxitos a costa de los (posteriormente) legendarios puertorriqueños ‘Tito’ Trinidad y Miguel Cotto, el estelar ucraniano Andreas Kotelnik, el tailandés Somluck Kansing y sus compatriotas Yudel Johnson y Rudinelson Hardy.
Llegó a ser el mejor libra por libra del mundillo aficionado, lo apodaron ‘Super Mario’ y entre 1999 y 2004 nadie pudo derrotarlo. Pero esa invencibilidad nunca fue suficiente motivo para que decidiera probar suerte en otros rines. Aquellos donde los golpes —tan terribles, tan fuertes, tan lesivos— por lo menos reciben la compensación de un apreciable premio monetario.
Ido el esplendor, su carrera cerró en 2005 contra el propio Khan, que en un tercer cruce de armas lo emboscó ante el entusiasmo de la gente de su Bolton natal. Caballeroso, Kindelán levantó el brazo del rival y fue su adiós definitivo al encerado.
Pasó el tiempo. Un día gris de finales del año pasado, las agencias dieron cuenta de que el campeón ligero se sumaba a la lista de estrellas cubanas (Osleidys Menéndez, Roniel Iglesias, Leuris Pupo, Iván Pedroso…) que ponían a la venta las preseas conseguidas bajo los cinco aros. Sin embargo, su historia iba a tener un happy end.
Resulta que, empeñado en hacerle una casa a su madre, Kindelán aprovechó la ocasión de un evento en Bahrein para tasar en 5.000 dólares el oro de las Olimpiadas atenienses. ¿Y a quién le hizo la oferta? Pues a Khan.
La ironía resultaba tenebrosa: el británico tenía en sus manos la posibilidad de la venganza. El verdugo que había roto su sueño se postraba ante él, desesperado, y le pedía una bagatela a cambio de aquel símbolo de gloria.
Pero no. En un alarde de sentido de la justicia, Khan le hizo una contrapropuesta a Kindelán. Su relato en el podcast de Fight Night lo dice todo.
“Me preguntó: ‘¿Quieres comprar mi medalla de oro?’ Al principio pensé que estaba bromeando, pero dijo: ‘Realmente quiero venderte mi medalla para construirle una casa a mi madre’. Le contesté: ‘No hay problema, te daré los 5.000, pero debes prometerme que te quedarás con la medalla y no se la venderás a nadie’”.
La conferencia magistral de bonhomía concluyó con una frase lapidaria. “Nunca te aceptaría esa medalla porque tú te la ganaste”.
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