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Апрель
2024

Cuando el 'cohousing' resiste a la especulación: así es la vida en una cooperativa de viviendas

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"Un neologismo biensonante y en una lengua extranjera debería ser siempre interpretado con escepticismo". Proverbio inventado.

Superada por suerte la fiebre de los MBA, ya hace tiempo que nos hemos dado cuenta del fraude que supone soltar palabras nuevas en inglés que tienen un significado ambiguo, engañoso o totalmente vacuo. Esta interferencia en nuestro lenguaje resulta aún más hiriente cuando encima se le añaden prefijos a todo para adornar su significado y darle una pátina más compleja y pretenciosa. Se trata del vivo ejemplo de la moda del "co-", sílaba que hace años que cacofoniza nuestros discursos para conferirle a cualquier acción que desarrollamos una aurea colaborativa, participativa y plural: cocrear, coproducir, cocriar, codiseñar, coeditar, coescribir… Estos fenómenos lingüísticos se han diseminado ya por cualquier sector y, hoy en día, en materia de vivienda, es inevitable oír y leer constantemente términos como "cohousing" o "coliving". Aunque ambos de entrada nos remiten al concepto de "cohabitar", que más o menos podemos intuir de una forma muy amplia qué quiere decir, su uso y significado tienen a menudo connotaciones muy dispares.

Recientemente, a raíz de la enésima estratagema depredadora y turbocapitalista del sector inmobiliario, se le llama "coliving" al hecho de pagar por una habitación el precio de un piso (de 1.300€ para arriba) y compartir con desconocidos el resto de espacios necesarios tal y como se haría en un colegio mayor. Salta a la vista que, con la excusa de la emergencia habitacional, nos están colando infraviviendas edulcoradas con anglicismos que no nos dejan discriminar los objetivos ocultos de la especulación. Por el momento, vamos a tratar de aproximarnos a algunos casos de cohousing que no nos tendría que hacer saltar las alarmas y que resultan ejemplares por su propuesta de modelo y de buena arquitectura.

Aunque la palabra traducida tenga un uso bastante residual, la covivienda en la actualidad es una modalidad residencial en la que, como característica más distintiva, se comparten espacios con la vecindad. Los habitantes de un edificio de viviendas colaborativas poseen un espacio privado, su unidad residencial, y desarrollan gran parte de su vida doméstica en áreas comunes. El cohousing es una experiencia que fomenta la creación de lugares de vida comunitaria y que se ha extendido las últimas décadas en países del norte de Europa. En España, esta suerte de vivienda alternativa a la que ofrece el mercado inmobiliario convencional cada vez cuenta con más ejemplos, y alguno de ellos incluso ha tenido una repercusión mediática y social muy significativa. Concretamente en el barrio de Sants (Barcelona), en 2018, se inauguró La Borda, una promoción autoorganizada de 28 viviendas cooperativas. En su momento, fue el edificio de madera más alto construido en el Estado (25,5 metros) y fue pionera a la hora de promover a través de la arquitectura un estilo de vida que la especulación del sector inmobiliario había ido arrinconando.

La Borda es una obra de la cooperativa de arquitectos de Lacol, establecida en el mismo barrio de Sants desde 2009. Lacol es ya hoy en día un nombre de peso del panorama arquitectónico nacional que se ha erigido como un referente, tanto a nivel local como en el extranjero, por su labor y compromiso social a través de la reflexión y la reformulación de nuevos modelos de vivienda más allá de lo que implica su diseño meramente arquitectónico. Su trabajo se centra en asegurar el acceso a viviendas dignas y asequibles, fomentando la gestión comunitaria de los edificios y evitando su especulación en el futuro. Durante años, han estado trabajando en proyectos de vivienda colectiva a través del cooperativismo.

Este concepto no es nuevo en España, ya a principios del siglo XX el modelo de viviendas cooperativas se utilizó recurrentemente para dar respuesta al gran éxodo de población que emigró del campo a las ciudades. Lacol, junto con La Ciutat Invisible, cuentan todas las particularidades del cooperativismo de viviendas en el libro Habitar en comunidad: la vivienda cooperativa en cesión de uso (Los libros de la Catarata, 2020). En él exponen la variante llamada "en cesión de uso", un modelo en auge que pretende desmercantilizar de forma efectiva y a largo término la vivienda. Para explorar su enfoque con más detalle, hemos conversado con Carles Baiges, arquitecto y miembro del equipo de Lacol, que además reside en La Borda.

"De entrada debo decir que no solemos utilizar el término 'cohousing'' ni 'covivienda', nos referirnos siempre a 'cooperativa de viviendas'. En el caso de La Borda, se trata de un proyecto de cooperativismo en cesión de uso que se emplaza en un solar de VPO (Vivienda de Protección Oficial) cedido por el Ayuntamiento a 75 años a cambio de un canon anual. Las viviendas no son de alquiler ni de compra. La cesión de uso se basa en un modelo de tenencia no especulativo, la propiedad del inmueble es colectiva y recae siempre sobre la cooperativa", explica Baiges.

Hasta la fecha, los precedentes de cooperativas de viviendas que habían tenido lugar en nuestro país dividían las propiedades una vez se acababa la promoción y las unidades de convivencia (término que alude a cada familia o inquilino que vive en uno de los pisos) pasaban a ser los propietarios de su vivienda. Eso significa que la esencia del cooperativismo de golpe se pervierte ya que esa vivienda pasa a ser un bien con el cual se puede especular. La mayoría de las cooperativas de viviendas actuales centradas en la promoción de vivienda de protección oficial siguen aún este régimen, y son muy pocas las que se han abierto a desarrollar fórmulas de alquiler, manteniendo siempre la propiedad en manos de la cooperativa.

Los espacios comunitarios del proyecto de La Borda que complementan las viviendas son los siguientes: una gran cocina-comedor, una lavandería, dos habitaciones para invitados, un espacio de salud y curas, un almacén para plantas y espacios exteriores y semi exteriores como el patio o la azotea. Todas estas estancias se articulan alrededor de un gran patio central que divide la planta del edificio en un ala común de la otra que concentra las diferentes tipologías de vivienda. La superficie total de los espacios comunitarios representa aproximadamente un 10-11% de la superficie útil y aspira a ser un lujo añadido para pisos relativamente pequeños de 40, 60 y 75m², que además pueden ceder y agregar habitaciones en función de sus habitantes en cada etapa.

"Después de cinco años viviendo en La Borda, puedo decir que la experiencia es muy satisfactoria. Aunque al principio había algunos temas que angustiaban un poco a los vecinos, con el tiempo se ha demostrado que el modelo funciona muy bien. Nadie echa de menos tener una lavadora en casa que ocupa un espacio considerable y que utiliza apenas un par de veces por semana.

Las que compartimos son de diseño industrial, nunca se estropean y lavan mejor. Por otro lado, tenemos la opción de reservar las habitaciones para invitados si tenemos amigos o familiares que vienen a visitarnos y mi hija cuenta con una superficie de más de 150m2 para jugar sin tener que salir a la calle", relata de nuevo Baiges. La Borda fue uno de los primeros proyectos de cooperativa de viviendas que llevaron a cabo y confiesa que en los posteriores han introducido cambios que mejoran algunos aspectos funcionales.

"En el de La Balma, también en Barcelona, ubicamos los espacios comunitarios con un acceso independiente desde la calle que no interfiriera con el recorrido de acceso a las viviendas. Eso permite que algunas de estas salas comunes las puedan utilizar personas ajenas a la cooperativa, como por ejemplo asociaciones que se reúnen y montan actos. En el proyecto SOTRAC, por otra parte, hemos introducido la idea del cluster, una tipología innovadora y más radical de distribución de viviendas ya implementada en Suiza o Austria. Consiste en que el conjunto de viviendas se reduce a la mínima expresión para potenciar la presencia de espacios compartidos y por lo tanto la vida colectiva pasa a un primer plano. Este modelo tiene aún ciertas fricciones con la normativa que deberá evolucionar para acabar de integrarlo. Ahora mismo, una vivienda, para ser cualificada como tal, debe tener una cocina propia y cuesta justificar que los espacios comunes cumplen todas las funciones que se exigen para la habitabilidad".

Baiges confiesa que este estilo de vida comunitario requiere usuarios comprometidos con la causa ya que las zonas compartidas implican un mantenimiento y un seguimiento que no es replicable en cualquier comunidad de vecinos. Añade que aún se puede ir más allá en un futuro próximo con las cooperativas de vivienda y que lleguen, por ejemplo, a compartir una pequeña flota de coches y a centralizar la mayoría de las instalaciones y su consumo.

La historia de la arquitectura está repleta de intentos y logros que proponían cambiar los modelos habitacionales habituales por estilos de vida más comunitarios. Desde el falansterio del utopista Charles Fourier (1772-1837), que planteó comunidades de producción, consumo y residencia donde 1.600 individuos convivían bajo un mismo gran edificio rodeados de campos, jardines y todo tipo de servicios, hasta las Unités d'habitation de Le Corbusier, cuyo proyecto en Marsella ha dejado imágenes icónicas de la vida en comunidad en su cubierta, siempre ha existido una pulsión correctiva por parte de la arquitectura de lo que debía ser la vida en sociedad.

En Sant Just Desvern, a las afueras de Barcelona, se erige el inmenso Walden 7, obra del Taller de Arquitectura de Ricardo Bofill construido entre 1970 y 1975. Su nombre ya fue una declaración de intenciones, ya que se inspira en el libro del filósofo estadounidense Henry David Thoreau y en su libro Walden o la vida en los bosques y en la novela de ciencia ficción de B. F. Skinner Walden 2 que imaginaba una ciudad utópica con comunidades que continuaban el proyecto hasta el Walden 6.

En el Walden 7, vive casi desde sus inicios Anna Bofill, arquitecta, compositora, activista feminista y hermana de Ricardo, que trabajó en los inicios del Taller de Arquitectura y que estuvo estrechamente implicada en el diseño de esta utopía donde en la actualidad aún residen cerca de un millar de personas.

"El Walden fue un experimento arquitectónico y social que responde, desde una ideología absolutamente de izquierdas, a la situación represiva que vivíamos en la última etapa del franquismo. Habíamos hecho ya un proyecto similar en Reus, el Barri Gaudí, con una escala más humana que imitaba las kasbah y donde conseguimos que la comunidad de vecinos funcionara como una pequeña sociedad en miniatura en medio de un barrio obrero", señala Anna Bofill.

El Walden se organiza como una auténtica colmena con volúmenes de color cerámico que se hunden y que asoman para albergar cientos de viviendas que se conectan laberínticamente por pasillos, galerías y balcones. En su planta baja se disponen diversas salas como la de juntas, la de cultura, la de ping-pong o la de fiestas, además de los cuatro patios azules, llamados así por el color de la cerámica que los envuelve. En la cubierta se ubican dos piscinas y diferentes zonas ajardinadas que se elevan por encima de cualquier otro edificio de la ciudad.

"En los años de máximo esplendor del Walden, se organizaban constantemente actividades culturales entre los vecinos: conciertos de jazz, proyecciones de películas al aire libre, sesiones de poesía, de teatro… Había un espíritu muy propositivo entre la gente que lo habitaba y una voluntad genuina de vivir en comunidad. Creo que la pandemia mató del todo esta tendencia. En parte se debe al hecho de que ahora más de un tercio de las viviendas son de alquiler, de gente que viene y va y que no se arraiga socialmente al edificio". Anna Bofill nombra varios de los vecinos que ha visto pasar en los últimos lustros, desde un barrendero, un arquitecto japonés, un travesti o una madame, y añade: "Siempre digo que el Walden es como un muestrario a pequeña escala de lo que ocurre en las sociedades de occidente".