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Апрель
2024

Editorial: Constancia contra los cuidacarros

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El negocio de los vigilantes de vehículos, llamados cuidacarros, por síntesis y necesidad de encontrar una palabra para designar una realidad de la vida cotidiana, siempre ha descansado sobre un acto de violencia. La sangre casi nunca llega al río porque todos conocemos y respetamos las reglas del juego, impuestas por amenazas implícitas, pero totalmente obvias.

En el caso de los cuidadores más pacíficos, la violencia consiste en la arbitraria apropiación de las vías públicas con uso de conos, latas de pintura o cualquier otro artefacto capaz de impedir el estacionamiento a quien no esté dispuesto a pagar. El convenio se hace con un cruce de miradas, el retiro del obstáculo y el estacionamiento del vehículo.

Pocos se atreven a cuestionar el “derecho” del proveedor del servicio, muchas veces uniformado con un chaleco reflectante y acompañado de los asistentes requeridos para explotar su zona exclusiva, especialmente en fechas de mucho movimiento, como las noches de concierto o actividades deportivas en los estadios y teatros. También ofrecen oportunidades bares, restaurantes y otros centros de entretenimiento.

En muchas ocasiones, el pago de la cuota se hace para impedir un daño al vehículo por el propio cuidacarros. Nadie se va tranquilo a disfrutar la cena o un espectáculo después de rechazar el “servicio”. A menudo, la cancelación es anticipada, sin garantía alguna de la vigilancia, pero con justificado temor a un perjuicio mucho más caro.

Las tarifas de hasta ¢20.000 por estacionar en un sitio público no son inusitadas, dependiendo de la demanda. Es más frecuente la exigencia de unos ¢5.000, y si la zona no es muy concurrida y el cuidacarros es menos “profesional”, puede quedar a la voluntad del conductor, siempre con posibilidad de un reclamo y hasta un pleito si el pago es demasiado escaso.

El negocio florece en todo el país, pero en ninguna parte tanto como en las inmediaciones de grandes centros de entretenimiento. El Estadio Nacional es el ejemplo por excelencia. El edificio parece construido con el negocio de los cuidacarros en mente, sin espacio de estacionamiento ni posibilidades de crearlo. Los debates previos a su construcción no omitieron el problema, pero nadie escuchó. Hoy, un concierto como los más recientes inunda cuadras a la redonda, con autos a ambos lados de la vía entorpeciendo la circulación.

La Policía Municipal de San José, en coordinación con la Fuerza Pública y la Policía de Tránsito, por fin decidió poner orden. En las presentaciones de Luis Miguel y Karol G, los agentes decomisaron conos y otros artefactos, conminaron a los vigilantes a cesar el cobro y repartieron multas por mal estacionamiento.

Según Marcelo Solano, director del cuerpo policial, han recibido denuncias de intimidación, violencia y cobros abusivos. La iniciativa es encomiable, pero debe ser constante y extendida a otras localidades. Las autoridades nunca debieron permitir la apropiación de la vía pública para explotarla comercialmente. Años de tolerancia dificultarán la erradicación del negocio y de la sujeción de los ciudadanos a la arbitrariedad.

La policía también emprendió la tarea de imponer multas a los vehículos mal estacionados, pero ese es un problema cotidiano, sobre todo por la invasión de aceras cuando los autos no caben en los espacios de estacionamiento frente a los negocios. En todo el país es habitual ver a los transeúntes saltar a la calle para rodear los vehículos parqueados en la zona reservada para peatones. Debería ser una tarea más fácil y hasta lucrativa para el Estado por el cobro de multas, pero no habrá modificación de la conducta de los choferes si se limita a los días de intensa actividad recreativa. En ambos casos, y en muchos otros, sin constancia no habrá remedio.

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