Jesucristo verdaderamente resucitó
Monseñor Argüello, Arzobispo de Valladolid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española ( CEE), de importante acervo cultural, abogado y erudito, escribe sobre la Resurrección del Señor, “preludio de la nuestra”, que nos llena de esperanza en medio de este mundo desesperanzado. Hago mías sus palabras, aparecidas en ABC( 31-3-2024):
«Dios existe y ha venido a nosotros en la carne y en la historia. Este hombre-Dios ha muerto y ha resucitado; este Dios-hombre ha transfigurado la carne y ha glorificado la historia. Los conceptos con los que los buscadores de sentido se referían al fundamento y al horizonte han tomado cuerpo y sangre. El horizonte se llama Reino; existe la esperanza, no como gesto emotivo o voluntarista, sino como acogida de la irrupción de lo eterno en el tiempo».
“¡Verdaderamente ha resucitado! ¡JESUCRISTO ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! La comunidad cristiana, desde el primer encuentro con Jesucristo vivo, realiza este pregón, grito que contagia alegría y esperanza. ¡Aleluya! Sí, ¡verdaderamente ha resucitado! Desde entonces, a lo largo de hace casi 2.000 años, seguimos renovando este anuncio después de celebrar el misterio Pascual. Pero, hace más de un siglo aparece otro grito en nuestro mundo: «Dios ha muerto», y pareciera que éste ha ido extendiéndose y ha tocado el corazón de muchos de nuestros contemporáneos, que, si bien se resisten a afirmar la muerte de Dios, sin embargo, afectados por esta noticia, viven como si Dios no existiera. Quizá la extensión del «Dios ha muerto» se vea favorecida con la situación de tantos cristianos que, aun cantando aleluya y proclamando a Jesucristo resucitado, no vivimos como verdaderamente redimidos, como quienes saben que su vida está acompañada, conducida y sostenida por el que ha vencido a la muerte y ha resucitado para nuestro bien. Las consecuencias de la llamada «muerte de Dios» han ido manifestándose poco a poco. En realidad, decir Dios ha muerto es equiparable a decir «no hay Dios», ni antes, ni ahora ni después. El tiempo va perdiendo su profundidad, no hay nadie antes, nadie nos espera más allá del tiempo, nadie abraza el antes y el después para dar significado a la existencia en nuestra andadura personal y social. En principio, la libertad, descifrada como poder, parece ser capaz de todo y sin tener que dar cuentas a nadie. Sí, son necesarios pactos entre «los huérfanos libres», que han servido en un tramo del camino, mientras estaban iluminados por el recuerdo del fundamento y la nostalgia del horizonte, pero que cada vez se experimentan más impotentes para llenar la orfandad y regular la convivencia entre quienes encuentran en el poder (autonomía, independencia, autodeterminación) y sus instrumentos (dinero, pues[1]to en el escalafón de la vida, dominio de la opinión) el significado y el ideal de la existencia. En el fondo, si no hay Dios, el poder y la nada, con diversos ropajes, quieren tomar su sitio. ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! Dios existe y ha venido a nosotros en la carne y en la historia. Este hombre-Dios ha muerto y ha resucitado; este Dios-hombre ha transfigurado la carne y ha glorificado la historia. Los conceptos con los que los buscadores de sentido se referían al fundamento y al horizonte han tomado cuerpo y sangre. Hay un Padre, la fraternidad no es un eslogan revolucionario, es un hecho. Somos hijos, somos hermanos. Hemos sido creados, la naturaleza no es materia muerta ni ídolo adorable, es creación y lleva en sí la huella de su autor y de la desobediencia de quien se creyó dueño y dominador. El horizonte se llama Reino; existe la esperanza, no como gesto emotivo o voluntarista, sino como acogida de la irrupción de lo eterno en el tiempo. Es posible aventurar la vida en la historia, el Reino germina y llegará; no tiene sentido pretender construir el paraíso en la tierra, pero el paraíso existe, irrumpe, renueva la alegría del corazón y llegará. El Resucitado llena de gloria la historia. El esplendor de la verdad hace posible nuestra libertad de hijos que desea expresar todo su sentido en la alianza con otros ‘hijos libres’. El resplandor del bien ilumina la igualdad de los diferentes en un proyecto de bien común. Libres, iguales, fraternos, pues el Crucificado Resucitado de entre los muertos ha roto la argolla de la esclavitud, ha puesto la mesa de la comunión y ha abierto el camino de la peregrinación de los hermanos que convocan a otros con su canto y recogen a los tirados en las cunetas de la historia para caminar juntos hacia la Tierra donde se cumplen las promesas. ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! La alegría es fruto del encuentro con Él. No se trata de la felicidad de la satisfacción de los deseos o el cumplimiento de los proyectos. La alegría aparece sin buscarla, porque Él nos ha encontrado y nos permite reconocerle al decirnos: «Soy yo, no tengas miedo». Y la esperanza nos sorprende como un hecho desbordante: el pecado, que nos divide y enfrenta, ha sido perdonado y sanado; la muerte ha sido vencida, ya no tiene la última palabra. Es posible superar los bloques y bloqueos. Se puede escuchar de nuevo y dar una nueva oportunidad. Es posible acoger el perdón y perdonar. Es posible cambiar la vida y transformar la historia. El tiempo tiene otra dimensión, reconocemos lo que permanece y descubrimos lo que fluye. Vivimos en el tiempo, pero somos ciudadanos de lo eterno. Tiene sentido poner alma, vida y corazón en cada tramo del camino y relativizar todo lo que ocurre y nos pasa, pues no es morada permanente. Se puede superar la dialéctica de contrarios, buscar el encuentro y la fecundidad de la diferencia. ¡Jesucristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado! El grito será creíble si el ‘vere’ –verdaderamente– es la expresión de una vida llena de esperanza, de una vida con alegría en el corazón, aunque tantas veces haya lágrimas en los ojos. Vida de redimidos en la que la victoria sobre el pecado nos hace capaces de perdonar y de vivir en comunión fraterna. Redimidos, la victoria sobre el pecado experimentada en el propio corazón nos hace también combatirlo en sus formas de mentira, de corrupción o de egoísmos diversos. Vida resucitada en la que la victoria sobre la muerte sostenga la esperanza aun en medio de las dificultades y nos haga capaces de volver a intentar de nuevo proyectos que parecen resistirse. Vida resucitada que lanza a un combate espiritual contra los heraldos de la muerte y a la defensa apasionada de la dignidad de la vida humana en todo momento y circunstancia. Amigos cristianos, durante estos días de Pas[1]cua no dejéis de saludar a vuestros convecinos, amigos y familiares, expresando esta buena noticia que brota de nuestra experiencia creyente, ¡Jesucristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado! Cantemos con nuestras manos y con nuestros labios el aleluya. Miremos al Señor resucitado que se presenta ante nosotros con el Corazón traspasado para quedar sanados de nuestras dolencias y pecados y atraídos por la belleza de un Amor inédito y transfigurador. «Esto es lo que realiza la Pascua del Señor: nos im[1]pulsa a ir hacia delante, a superar el sentimiento de derrota, a quitar la piedra de los sepulcros en los que a menudo encerramos la esperanza, a mirar el futuro con confianza porque Cristo resucitó y cambió el rumbo de la historia». (Francisco, homilía de la vigilia pascual de 2023)” ABC, 31 marzo 2024