Formentera, una 'jaula de oro' en invierno: "En diciembre, ¡estampida general!"
El despertador de Néstor suena a las cinco de la mañana. Remolonea un poco bajo el edredón, pero salta de la cama cuando la alarma pita de nuevo. No puede perder tiempo. Se viste, desayuna, mete un bocata en la mochila, arranca la moto y se va para el puerto. A las seis y media sube a un ferri. Por delante, media hora cumplida de travesía. Después de desembarcar, camina setecientos cincuenta metros para llegar a su parada de autobús. Le quedarán treinta minutos de viaje por carretera, un transbordo de un cuarto de hora bajo una marquesina para coger el segundo bus de la mañana (otros diez minutos de trayecto) y quinientos metros más de caminata para llegar a su destino.
Cuando entre al aula sus compañeros ya habrán empezado la primera clase. Nadie se extrañará. La rutina es la misma de lunes a viernes. Sólo se rompe si hay temporal y cierra alguno de los dos puertos. Si ve que el pronóstico es malo para la tarde, se adelanta y llama por teléfono para avisar que no irá para no quedarse aislado porque, al oscurecer, el riesgo de que el barco se cancele es alto. Los profesores no le tienen en cuenta estas faltas. Saben que el alumno que vive más lejos del centro no tiene otra fórmula para llegar puntual a las clases. Son conscientes de su sacrificio para seguir el curso: a las dos de la tarde, Néstor deshace el camino, viaja casi otras tres horas, aprovecha los ratos en el transporte público para repasar el temario y adelanta trabajo pendiente. Hasta que vuelve a casa no se sienta a comer. El cuerpo –y la cabeza– le piden irse a dormir antes de que el reloj marque las nueve de la noche.
Néstor Martín Roig tiene diecisiete años, es de Formentera y estudia en Eivissa un grado medio. De momento, no quiere cruzar es Freus, el estrecho que separa las Pitiüses, y pasar el invierno lejos de sus padres. “Estoy pensando en marcharme para el próximo curso porque mi tiempo libre se ha reducido a los fines de semana. Estoy contento porque el mar me encanta desde que era pequeño y estoy haciendo lo que me gusta. Empiezo a pensar que no estaría mal pasar una temporada fuera porque sé que acabaré volviendo a Formentera. Me gusta mucho la vida tranquila, arar el campo, pescar, trabajar con la madera, encordar sillas. Y aquí la náutica da mucho trabajo”.
Hasta que eso ocurra, Néstor pertenecerá a la mitad de residentes que no se marcha de la isla cuando el turismo desaparece.
No hay estadísticas oficiales, pero todo el mundo parece manejar una cifra cuando se pregunta por la diáspora invernal. Para Toni Tur el mejor termómetro es el servicio de recogida de basuras. Por el número de camiones que ve vaciando contenedores calcula que aguantan unas 5 mil personas en enero y febrero. En julio o agosto la cifra se multiplica por siete si sumamos a los turistas que van a pasar el día –o unas horas– pero no duermen en Formentera. Después de Navidad apenas resisten abiertos cuatro hostales en un destino que en verano es capaz de alojar a más de 12 mil visitantes, la oferta legal de camas. “En octubre todavía hay turistas, noviembre cada vez aguanta mejor por el movimiento de los fines de semana y porque los de aquí tienen dinero fresco de la temporada, pero entonces llega el puente de la Constitución: ¡estampida general!”, dice este comerciante.
Hace casi veinte años abrió una tienda en la que sobre todo vende, además de otros complementos de piel, calzado. Strivancus, el nombre que escogió, le da carácter local al negocio porque juguetea con estrivanco, una palabra muy propia del catalán que se habla en las Pitiüses y que significa alpargata vieja. La idea de trabajar los doce meses aguantó en pie una década, pero en la cabeza de Tur ya hace tiempo decidió no abrir de diciembre a febrero.
No le compensaba, dice, que su negocio estuviera situado en una de las calles de Sant Francesc Xavier, la capital insular. Es el pueblo donde vive más gente, donde se concentran los servicios públicos y donde, lejos del verano, hay más cosas abiertas: supermercado, pescaderías, carnicerías, farmacia, sucursales bancarias, cuatro cafeterías, algunas oficinas. Pero a las cinco y media de la tarde de un martes de principios de primavera (diez grados, viento del suroeste, cielo encapotado, llovizna) el ambiente es desangelado. Una niña y un niño chutan un balón utilizando como portería las columnas de la sede del Consell. La plaza está desierta, nadie les molesta.
La imagen, aunque no haya sido captada en una aldea del interior de Madagascar, también podría aparecer en la muestra fotográfica que se exhibe justo en el otro extremo de la plaza. Cincuenta personas en lo que va de día han entrado en la sala de exposiciones insular para verla. La estampa cambiará radicalmente dentro de unas semanas. Aunque la temporada turística de Formentera acostumbre a comenzar más tarde que en el resto de las Illes Balears, el primero de mayo está más cerca de lo que parece. Entonces, en la zapatería de Toni Tur no darán abasto entre Alena, su hija, y él: “Y cada vez es más complicado encontrar gente que quiera trabajar en verano. Más que de formenterenses nos llegan currículos de gente de fuera, pero, claro, no tienen vivienda”. Hace unas semanas quitaron el cerrado del escaparate y colgaron un se busca personal.
–En pleno verano, ¿Cuántos empleados necesita este restaurante?
–No menos de treinta… y somos muy afortunados porque no tenemos, de momento, problemas para completar la plantilla. Nuestros trabajadores son de Formentera y unos cuantos llevan más de diez temporadas con nosotros.
Sa Platgeta parece un barco con el casco descascarado y Toni Ribas Escandell, un capitán en tierra. Tras los pinos que, cuando el sol cae a plomo, sombrean la terraza de este restaurante se ve un mar embravecido. Las olas rompen contra la Platja des Migjorn, protegida por la posidonia acumulada durante una temporada baja que todavía no ha terminado. Las sillas y las mesas están apiladas junto a la barra, que tiene la persiana echada. Hasta finales de abril, este restaurador y su socio no encenderán los fogones en los que guisan arroces y pescados. “Este año la Semana Santa ha caído muy pronto y con este tiempo vendrán pocos turistas. No merece la pena abrir todavía. Así podemos disfrutar un poco más”, explica Ribas.
El invierno formenterense no le pesa. Necesita salir poco –“alguna escapada de unos días, es raro que esté fuera más de una semana”–, cultiva un huerto y dedica muchas horas a Es Forn. Así se llama una asociación que creó un grupo de amigos para preservar las tradiciones gastronómicas de la isla. Organizan cursos de cocina y cocinan cada vez que el Consell o alguna comisión de fiestas monta un evento en el que hay que dar de comer a más de cien bocas. Muchos de los miembros trabajan o gestionan negocios de hostelería. “Es Forn nos mantiene bastante entretenidos y, a la vez, ayuda a promocionar el recetario autóctono de la isla. La presión de los fondos de inversión es cada vez más alta: los restaurantes tradicionales están en riesgo. Si en todas partes te sirven carpaccio de gamba acabaremos por no tener ningún lugar donde puedas comer un buen bullit de peix”.
Ribas pasa por poco los cincuenta, pero ha visto cambios muy profundos en Formentera. “Mucha gente de mi generación necesita muy poco para ser feliz porque nos criamos en una época en la que apenas llegaban noticias del exterior. Empezaba a haber luz y teléfono, pero no en todas partes. Y se pasaba mucho tiempo en casa porque los inviernos eran mucho más duros: nos queda el viento, pero hace mucho menos frío y la lluvia casi ha desaparecido. Siempre había algo que hacer en el hogar, y de eso se encargaban las mujeres, y, de paso, nos entretenía a los niños. Los hombres eran salineros, como mi padre y mi abuelo, payeses, pescadores, o todo a la vez. Cuando empezó el turismo en Eivissa más de uno se iba a trabajar durante el verano en un hotel o un restaurante. Luego volvían y abrían los primeros negocios turísticos que tuvimos en Formentera. Muchos de nosotros empezamos a trabajar con quince o dieciséis años y aquí seguimos. Ahora, y lo veo en mis hijos que son adolescentes, con los móviles están mucho más conectados con el exterior y, aunque se vean viviendo en Formentera, quieren vivir fuera unos años”.
Lina Serra estudió Administración y Gestión de Empresas en Barcelona a mediados de los noventa. Se licenció, trabajó unos años en Eivissa y volvió a Formentera. En 2001, montó un despacho de asesoría fiscal, donde sigue trabajando a la vez que participa en la gestión de un hostal familiar. Aunque la población se haya doblado desde entonces, no le cuesta mucho admitir que la isla se le queda pequeña. “Viajo todo lo que puedo. Hay quien le da pereza coger un barco y luego un autobús antes de coger un avión, pero en parte es parecido a lo que tienen que hacer los peninsulares que no tienen un aeropuerto cerca de casa”, comenta.
Ella, aunque el tiempo esté feo, va dos o tres veces por semana a Eivissa. Queda con amigos ibicencos, ve otras caras, se oxigena. Está apuntada a un club de lectura y, mochila a la espalda, va a aguantar media hora de oleaje para ir a una terapia de reiki. Su ocio está más allí que aquí, donde la agenda se reduce casi exclusivamente a una sala cultural situada a las afueras de Sant Francesc: cine los viernes y los domingos, media docena de obras teatrales, conciertos, monólogos programados por el Consell: no extraña que, hace unos años, cuando el club de fútbol subió a Segunda B los partidos que jugaba en casa se convirtieran en un pequeño fenómeno social, un punto de encuentro para los vecinos.
–Lina, ¿qué se necesita para vivir en Formentera?
–Ai, fillet meu. Hay que tener un gran mundo interior.
Cuando nacieron Toni Ribas, Toni Tur, Lina Serra o Antònia Roig, la madre de Néstor, la isla tenía poco más de 3 mil habitantes y apenas había turismo. Ahora 700 mil turistas visitan Formentera a lo largo del año. En el padrón hay más de 11 mil personas. Llegaron a ser unos cientos más antes de la pandemia, el pico histórico. Que cuatro de cada diez de los censados hayan nacido en el extranjero, que el metro cuadrado de la isla sea el más caro de España o que escaseen los alquileres para todo el año influye en esa bajada de población y en la huida de muchos durante el invierno. Los servicios básicos conseguidos gracias al autogobierno –hospital, residencia de mayores, escuelas y escoleta, un pabellón…– no compensan: Formentera se ha convertido en una jaula de oro difícil de pagar para quien no tiene, al menos, una vivienda en propiedad.