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Март
2024

Una exposición en casa para protestar contra la especulación que pone a Nico en la calle: “Vivimos desarraigados”

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El anuncio le llegó en octubre del año pasado. Nico Sales cometió “el error”, piensa ahora, de preguntar a su casero por el inquilino de enfrente, que había desaparecido “de la noche a la mañana”. “Me respondió que se había marchado porque él había puesto el piso en venta y que, de hecho, también quería vender el mío”, recuerda. Un casero que, en realidad, era y es una inmobiliaria mallorquina, propietaria de todo el edificio, a excepción de dos pisos, y que había iniciado el vaciado de todo el bloque. Aquel primer aviso llegó sin fecha, pero una angustiosa cuenta atrás comenzó a sobrevolar su vida hasta que llegó la confirmación: en mayo ya no habría renovación de contrato de alquiler y, para entonces, tendría que estar fuera. “En ese momento me entró el pánico”, reconoce. 

Con el contador en marcha, empezó la búsqueda: las webs, las inmobiliarias, las llamadas de auxilio en redes sociales. Después de ocho años, Nico salía de lo que hasta entonces había sido un lugar seguro para darse de bruces con la burbuja inmobiliaria que Mallorca había alimentado durante todo ese tiempo. “Tengo 33 años, un trabajo de 40 horas, creo que soy un adulto funcional para el sistema, pero aquí no. Trabajas, pero el dinero no te da para vivir”, afirma. 

En un ataque de apego y nostalgia preventiva, se planteó comprar el piso. Sobre todo después de ver que el casero colgaba el cartel de ‘vendido’ en el del vecino en sólo una semana. Los 160.000 euros que había pedido inicialmente acabaron siendo 175.000. “Piensas ‘igual puedo hacer un esfuerzo, meterme y arreglarlo yo’. Pero necesitaba una reforma integral que estaba muy por encima de lo que me podía permitir”, explica. El piso, en realidad, era un antiguo trastero situado en un quinto sin ascensor y reconvertido en un apartamento con terraza, pero sin aislamientos. Que no tenía más plato de ducha que un escalón de baldosas blancas con un agujero en medio y cuyas paredes se habían llegado a abrir hasta el punto de permitirle ver con total claridad la vecina plaza de toros antes de que tuviera que echar mano del cemento. “Cuando vives en una casa barata tienes miedo todo el rato y no quieres ser un inquilino molesto. Yo he pintado, he tapado los muros, he arreglado muchas cosas”, reconoce. 

El alquiler parecía la única opción realista. Pero todas las ofertas y anuncios que le llegaban duplicaban con creces los 426 euros que pagaba por su chollo con truco. El periódico Última Hora lo recogía hace sólo unos días: en Balears los alquileres multiplican por dos e incluso por tres los recomendados por el nuevo Sistema Estatal de Referencia de Precios creado por el Gobierno. “En Mallorca, la mayoría superan el 50% de tu sueldo mientras competimos con salarios norteuropeos. Aquí no se puede vivir y no se puede porque, de manera activa, hay gente que pone precios que no lo permiten”, razona. 

Tras meses de búsqueda y desesperación, Héctor -un antiguo compañero de universidad- llamó a la puerta de Nico. Lo que le ofrecía no era la única vivienda que aún se alquilaba en Palma a un precio razonable, sino sencillamente compartir piso. “Fui a verlo y encontré un hogar. Está bien aislado, tiene chimenea y es fácil que vivamos los dos, pero no estoy eligiendo compartir de una manera libre, es una opción de supervivencia”, asegura. Una opción que, de paso, el casero de Héctor aprovechó para subir el alquiler cien euros mensuales. 

De repente, la cuenta atrás ya no era para encontrar casa, sino para abandonar la suya. Una despedida que, define, nunca acaba siendo un “corte limpio”, sino que se transforma “en un cuchillo de sierra que va cortando poco a poco” esa suerte de cordón umbilical con lo que hasta entonces fue el hogar. “Es un proceso lento”, añade. Un día vacías los libros de la estantería, otro llenas una caja, otro vuelves porque aún quedan algunas prendas de ropa en un armario.

Fue entonces cuando Nico decidió rendir homenaje a su casa. Reivindicar la importancia del hogar en tiempos de especulación. “Me parece muy violento cómo tenemos que estar constantemente desarraigados. La vida moderna de no poder apegarte a nada a mí no me gusta. En esta casa han pasado tantas cosas que había que celebrarla”, explica.

De la mano del colectivo mallorquín de joyería contemporánea Go Malaca -el mismo que cofundó con Mamen Font y Berta Medina en 2017 en su salón- lanzó una convocatoria internacional para convertir su piso vacío en una sala de exposiciones en la que reflexionar precisamente sobre la vivienda con un sencillo título: Casa. “Si el arte sirve para criticar lo que nos pasa alrededor, la joyería no puede ser sólo crear objetos para decorar el cuerpo”, reivindica. De hecho, uno de los principios de Go Malaca es, precisamente, llevar la joyería fuera de sus espacios habituales: una máxima con la que han expuesto en un bar, en una óptica, en un estudio de tatuajes y hasta en la Bienal de Valencia. 

Mientras Nico comenzaba a convertir su vida en un montón de cajas para pasar de una casa a una habitación, comenzaron a llegar propuestas de artistas de Nicaragua, México, Portugal y España. Todos sabían de qué hablaba Go Malaca cuando proponían “rendir homenaje a este bien de primera necesidad, a este refugio” que es, o que solía ser, la casa. Todos habían sufrido en sus carnes y en sus cuentas bancarias qué significa lo de la eterna mudanza y la especulación. 

Finalmente, la veintena de creadores que respondieron a la convocatoria acabaron convirtiéndose en una selección de doce artistas. El día antes de la inauguración de Casa, la de Nico ya estaba vacía. Una sucesión de habitaciones de suelo hidráulico sin estampado en la que quedaba poco más que una cama rota, algunos cuencos transparentes, un bote de garbanzos y una bomba de frío calor que, admite, no había conseguido colocar a nadie. “Irte de un piso no es sólo desvincularte de un espacio, sino también de las cosas que, al final, también son parte de quién eres. Y, de repente, tienes que decidir cuáles son más importantes para ti porque no caben todas”, dice. Una selección que, viviendo en un quinto sin ascensor, se hace más sencilla. “Pero también he tenido que tirar libros de mi bisabuelo”, lamenta.

Durante unas horas, cada estancia se convirtió en un espacio en el que expusieron cerca de una veintena de obras flanqueadas por cajas de cartón y bajo velos transparentes construidos con plástico de pintor. Las piezas de Alicia Salcedo y Calixto Izquierdo hablaban de la casa como una caracola que se acaba llevando siempre a cuestas. La primera, en forma de broche con bordados de seda rosa. El segundo, como una concha plagada de palabras, de fragmentos de metal, de objetos diminutos superpuestos que apenas dejan ver lo que un día fue. “Representa la cultura del turismo de consumo y gentrificación, donde los visitantes temporales usurpan recursos locales y contribuyen a la desfiguración de las ciudades”, explica. 

A la pregunta de qué es una casa, la portuguesa Ana Pina responde con un broche de plata que representa el típico pentágono que dibujaría cualquier niño. Sobre él se colocan -si se quiere- una pareja de humanos pequeñísimos convertidos también en pendientes. “La casa corresponde a un plano y una fachada, un conjunto lógico de compartimentos y pasillos. Una serie de funciones, acciones y objetos; pero, sin el ser humano que la habita, es sólo un vacío”, plantea en el texto que lo acompaña. “¿Qué impacto deja en el cuerpo habitar una casa?”, pregunta Mari Gurman. Sus Apuntes para una residencia engarzan pequeños libritos en collares que hablan del hogar y de la memoria. “No sólo los recuerdos, también las cosas que hemos olvidado están almacenadas”, puede leerse.

Los collares modulares de Telma Pinto de Oliveira, en cambio, hablan de un concepto, de un espacio, siempre en movimiento. Siempre cambiante. El hogar, dice, “se adapta a la vida, a nuestra vida”. Se compone, como su cadena de letras, de piezas “en busca de complementariedad, de una unidad”. 

En otra sala, el broche de latón de Nico Sales rezuma óxido azulado mientras habla en primera persona. “En mi casa, cuando llovía fuera, llovía dentro. He agujereado el pladur para que drenen las aguas del tejado. Por las grietas de la ducha he visto las calles, y lo he tapado con cemento con la esperanza de que no se deshicieran los muros”, describe en su texto.

Cuando la noche acaba, la gente se va y vuelve a hacerse el silencio. Se desmontan las cajas y los velos plásticos que adornaban los espacios. Se guardan las piezas. Cuando amanece es el día de la despedida final y el sol estalla contra el suelo de la terraza como en un verano prematuro. “Lo que más me gustaba de esta casa era salir aquí por la mañana y regar las plantas. Pronto, a las siete. Ponerlas en remojo y esperar que secaran mientras metía la ropa en la lavadora. Los sábados. Sólo los sábados”, rememora Nico.

Se acoda sobre el muro de piedra y calla. “He hecho el amor en todos los lugares de este espacio. He tomado el sol, he escrito un diario”, sigue contando su texto. Muchos metros más abajo, en la calle, el barrio sigue transformándose. Los carteles de las inmobiliarias son cada vez más y hablan más idiomas. El brunch ha llegado para llevarse al café en vaso y nada parece poder detenerle.