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Март
2024

El derecho a una Justicia confiable

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Imagine a un tribunal (supremo, constitucional) integrado por magistrados en quienes usted confíe. Imagine que esa confianza se basa en que está convencido de que ese tribunal delibera lealmente y sin prisas, con la intención unánime de aplicar el mejor Derecho. Imagine que, además, las sentencias de ese tribunal tienen una autoridad generalizada, es decir que, sin perjuicio de la crítica, son percibidas con respeto, incluso por la parte perdedora, como la respuesta válida. Imagine que equipos de comunicación, líneas editoriales y partidos políticos tienen la costumbre de no culpar al árbitro de las derrotas. Imagine que cuando se acude a ese tribunal se hace porque se está convencido de que no hay mejor manera de dirimir definitivamente algo sobre lo que unos y otros no logran ponerse de acuerdo.

En la película Negación, de Mick Jackson (2016), basada en un proceso judicial real entre una investigadora del Holocausto y un historiador negacionista, ese era justamente el escenario: la confianza. Una y otro tenían apoyos mediáticos, seguidores y detractores, y la disputa era de las que, por su naturaleza, provocaba polarización. Sin embargo, todos esperaban la decisión del juez. Ambas partes querían convencerle, asumiendo que la sentencia brotaría de la discusión en el juicio y las pruebas presentadas, y no caería de las convicciones o deseos del Juez. No es que tuvieran fe en la sabiduría del juez, quien sabía menos del asunto que cada parte; es que confiaban en que el juez cumpliría su función de juez: es decir, en su independencia (no se sentiría presionado por nadie), en su imparcialidad (no se dejaría llevar por un interés de que ganase una de las dos posiciones) y en su escrupulosa atención a las pruebas y argumentos cruzados entre las partes con igualdad de oportunidades. Se trataba de «ganar el juicio en el juicio», no de convencer al público de que si el juez no les daba la razón sería por una oscura razón no escrita en la sentencia

No hace falta decir que una Justicia así no dejaría de poder equivocarse. Serían inevitables errores en la apreciación de los hechos y en la argumentación jurídica. Pero, si pudiéramos confiar en el tribunal, aceptaríamos ese margen de error estadísticamente inevitable, porque ninguna alternativa sería mejor que someterse a su criterio. El juez no es más que eso: alguien a quien se atribuye la facultad de decidir quién ha ganado el juicio. Las alternativas son la fuerza del poder, o el poder de la fuerza.

Esto forma parte de la esencia del Estado de Derecho: que la validez de las decisiones se determina en función de un sistema de atribución de competencias y procedimientos para decidir, en los que se confía, y no en función de su mayor o menor aceptación por los jugadores y el público. Hacer del acierto o la justicia el criterio de validez de una decisión no sería Estado de Derecho, sino iusnaturalismo: sólo es válido lo que se considera ajustado a la (propia) verdad. Es decir, las decisiones serían válidas o no válidas al mismo tiempo, pues los conceptos de verdad y justicia varían según cada ciudadano, según el momento en que el ciudadano los piense, y quizás según a quién acabe de leer en el periódico o en su red social favorita.

Fácil es que un alumno de primero de Derecho tienda a pensar que sólo lo justo es válido. Pero un alumno de último curso ya sabe que «lo justo» no es el resultado de un silogismo ni de una constatación, sino algo sujeto a contradicción y radical discrepancia de pareceres. De ahí la necesidad de un árbitro y, sobre todo, de un juicio que garantice que el juez no va a decidir por intuición ni como servidor de su concepción de lo justo, sino como quien ha escuchado la discusión entre dos partes empeñadas en convencerle de cuál es la solución más conforme a Derecho. Cada cual podrá conservar su opinión sobre las cosas, pero la guerra habría terminado con una sentencia.

El modelo es impecable; su condición es la confianza. Sin confianza, la Justicia se convierte en un aparato. Pero estamos en un siglo en que no es que no importe la verdad, ni siquiera la escrita con minúscula (eso ya lo sabíamos), sino que, peor aún, tampoco importan el juicio ni las mejores razones. Es cada vez más difícil confiar en nada, porque va pareciendo que sólo vale el poder de conseguir que los hechos se pongan de nuestro lado, o al menos que así lo parezca. Si un tribunal lo confirma, estupendo; si lo desmiente, será porque se han hecho trampas.

Hoy, en España, la polarización está desbordando peligrosamente las instituciones. El Parlamento está maltratado por sesiones absolutamente insoportables para una mínima sensibilidad racional: es difícil distinguirlo de una discusión pendenciera. Debates públicos trascendentales orillan la transparencia de la sede parlamentaria y se cobijan en tribunas empresariales y en salas de reuniones de los ministerios, o buscan atajos mediante el abuso de los decretos-ley y de los procedimientos de urgencia. Tampoco las instituciones judiciales quedan al margen. La mayoría que controla el Legislativo no se fía de los jueces y redacta las leyes como quien se previene de una batalla de emboscadas que pudiera prolongar, por otros medios, la discusión y votación parlamentaria. La minoría parlamentaria no se fía del Tribunal Constitucional, de quien sospecha de antemano que decidirá lo que convenga a quien más influyó en la composición de sus miembros. Las sentencias que dicten los jueces serán leídas por unos como partes de guerra. Las que dicte el Tribunal Constitucional serán leídas como un indigno vasallaje por otros. Unos y otros están convencidos de que el poder se juega en el ruido, no en los juicios.

¿Buscamos culpables, o una solución? Quizás la mejor solución pasara por una manera diferente de atribuir las culpas: no al otro en todo, sino a todos en lo suyo. Los partidos políticos y el Consejo General del Poder Judicial tienen culpa, porque desconfían del juicio y se esmeran en procurarse una influencia en la designación del árbitro: dejen ya de repartirse nombramientos según cuotas y jueguen de una vez a lo grande, buscando a aquellos de quienes sólo puedan esperar imparcialidad. Los responsables de las líneas editoriales la tienen, porque expanden más allá de lo razonable el descrédito de los tribunales al leer sus sentencias como si estuvieran escritas antes del juicio, empleándose en aspavientos, estrategias, predicciones, genealogía de los miembros del tribunal y juicios paralelos que se derraman por las redes. Y los jueces ―sí, claro, también los jueces― la tenemos, por haber alimentado con excesivo énfasis (que se vuelve contra nosotros) el discurso corporativo de la defensa de nuestra independencia, como si algo nos impidiera cumplir nuestra obligación de resistir a las presiones, cuando lo que la ciudadanía está reclamando son motivos para confiar en nuestra imparcialidad.

Los jueces (incluidos los magistrados del Tribunal Constitucional) no tenemos ninguna otra manera de ganar fiabilidad como garantes de la constitución, de la democracia y del estado de derecho, que trabajar nuestra personal imparcialidad. Para eso, lo primero es no sentirse a salvo: la imparcialidad no se aprende en una oposición, ni se adquiere con la toma de posesión, ni la aseguran los trienios. Como Sísifo, cada día, en cada asunto, hay que empezar desde abajo y transportar la piedra lo más alto posible. Defender el estado de derecho no es sentirse llamado a, como parece estar pidiéndosenos por algunos, constituir un frente alineado con una parte de la Corte para combatir a la otra parte de la Corte a la que se considere perniciosa: que algunos asuntos políticos pasen por los tribunales no puede ser ocasión para que el tribunal se convierta en ariete político envuelto en considerandos que no tienen vocación de convencer (porque no miran de frente a las razones esgrimidas en contra), sino sólo de justificar.

Imaginen, en fin, que confían en la Justicia, en unos juicios de calidad capaces de vencer los prejuicios, las influencias y el voluntarismo político, y en unos jueces falibles pero fiables. Cuánta energía ahorraríamos, cuánto ruido se mitigaría, cuántos gritones del Derecho se callarían. Exíjanlo, es su derecho.